Por Juan Terranova

Mientras en el mundo empezamos a entender que la forma en la que tratamos nuestra basura nos define, hace años, los desperdicios son un tema central de la agenda antártica. La basura puede ser un negocio, algo que no se quiere ver y se niega, o un tema a tratar con responsabilidad. En ningún caso es una novedad. Ya San Francisco de Asís cantó la pureza del agua y la bondad del viento. 


En ese sentido, la Base Carlini de la República Argentina en la Isla 25 de Mayo, que compone el archipiélago de las Shetland del Sur, es parte del futuro. Para empezar la separación de los residuos se hace de forma estricta. Plásticos, papeles sanitarios, metales y residuos orgánicos, papeles y cartón, van a tachos separados. Luego una parte se incinera y otra se almacena para evacuarla a plantas de tratamiento fuera del continente.


Una parte importante del personal de la base trabaja en este proceso. Está quien tiene a cargo la supervisión y administra el uso de bolsas de nylon. Los buzos del Ejército Argentino, y el encargado de la base, de la Fuerza Aérea, se ponen los guantes y apilan las bolsas en un cajón de plástico blanco. Uno de los dos informáticos, recibe las bolsas en el incinerador y las abre para verificar qué la separación haya sido respetada, lo cual no siempre ocurre. Un suboficial del Ejército, abre a masa y cortafierro la tapa de un tanque de GOA, el combustible antártico, una mezcla de gasoil y parafina. Los invernantes se turnan para trabajar en el incinerador. Es fácil escuchar que si uno toma un turno en ese lugar, después la separación se hace de forma más responsable.


El proceso comienza en las diferentes instalaciones sacando las bolsas. El cartón se lleva aparte, suelto, porque va al incinerador y no tiene sentido empacarlo. El traslado lo hace un pequeño tractor Johnn Deere. (Los mecánicos lo apodaron La máquina del mal porque nunca responde del todo bien.) Acompaño caminando al tractor y mientras avanzamos por la playa, un skua de pelaje opaco se para arriba de una bolsa. Dos minutos después empieza a picar una de las bolsas. Cuando entiende que no va a conseguir nada, se aleja volando. Ese breve intercambio fallido entre los residuos del hombre y las necesidades de la naturaleza marca una conducta antártica: la basura es una prioridad. No es comida para aves. Hay un celo que ni se rompe ni se puede subestimar. (Más tarde me cuentan que el skua se llama Tito. Como si fuera la mascota de la base se mete en las casas y hay que echarlo.)


El incinerador funciona a unos quinientos metros del grupo central de viviendas. Es la construcción más alejada hacia el poniente. Hay que cruzar dos pequeñas líneas de agua y cuando el tractor llega, se baja la basura y se la mete en el galpón, que tiene un taller lleno de tambores de doscientos litros vacíos y palets en desuso. Las bolsas se empiezan a desarmar y revisar. Los tachos se vacían de combustible, lo cual ya es una operación lenta y complicada, y después se secan con trapos que a su vez, luego, deben ser catalogados como desechos inflamables de primera. Luego los tambores se abren con un cortafierro y se le hace una tapa con una pieza de metal que va atornillada. En el incinerador se usa una prensa para compactar latas y chatarra.


El fuego se prende con maderas y cartones. Cuando el horno está caliente, de a poco, se empieza a quemar la basura orgánica. Todo lo demás debe ser empacado en los tambores y evacuado. “Esta forma no es lo ideal, no deberíamos quemar nada, pero así bajamos mucho el volumen de basura que mandamos para allá” me dice Lucas, el informático al cual le tocó hacer la guardia del procesado. Enseguida me cuenta que en la Antártida todo está sujeto a normas, a condiciones, a reglamentos y a la logística que pueda invertir cada país en sus bases. Es otra forma de decir todo cuesta mucho.

Hasta la década del 80 los residuos de los buques se podían llegar a tirar al agua. Hoy en las Shetland del sur la basura que no puede ser quemada, se almacena para, cuando se presenta la oportunidad, mandarla a Ushuaia o algún otro puerto por vía marítima. En el verano se recibe a los científicos y la población de la base pasa de cuarenta a ochenta o cien habitantes. Entonces la basura se duplica y el trabajo también. Durante el invierno, los que se quedan, recogen la basura una vez cada quince días. A veces más. En el verano, la recolección es semanal.


A donde va, el hombre lleva su mugre. No existimos sin excreciones. Algunas nos acompañan desde que nos paramos en una llanura prehistórica para ver el horizonte, otras son producto directo de una sociedad del confort que muy rápido se transforma en una sociedad del descarte. Cada época tuvo su basura y le dio un tratamiento diferente. Hoy la Base Carlini en la Antártida Argentina nos avisa sobre el futuro. Queda mucho por transformar, acondicionar, mejorar. Pero se está haciendo. Más allá de las prédicas morales de las potencias del norte, si no queremos destruir lo que nos rodea, si queremos seguir existiendo como especie, estas nuevas formas de procesar lo que ya no usamos se deberían imponer, de forma lenta pero constante, en nuestro día a día.////

Juan Terranova es historiador y escritor. Trabaja desde su fundación en el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur. Es autor de novelas y ensayos sobre el Atlántico Sur y en 2024 publicó El arte de la novela antártica. Su primera película, Petrel, puede verse en YouTube. 

Todas las fotos son de Juan Terranova y se las puede encontrar en su cuenta de Mediun https://juanterranova.medium.com/

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