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HOY: El perro milagroso de la calle Moyano

Corría el año 1985 en Río Grande.

Los chicos del barrio nos dedicábamos al fútbol y a las bicicletas.

En ese tiempo, casi en la esquina de Moyano y Brown, se mudó una familia chaqueña. El matrimonio tenía dos hijos: uno de nuestra edad (más o menos seis años) y un bebé de brazos. Con ellos vivía también la abuela, que era muy anciana. La madre de los chicos era una morocha muy simpática, y el padre era policía.

En la misma semana que ellos se mudaron, apareció por las calles del barrio un perro grandote, totalmente negro y con el pelo corto, huraño con los adultos y cariñoso con los niños. Obviamente, fue bautizado como el negro.

Todos los chicos del barrio le llevábamos comida a escondidas. Las madres no querían que nos acercáramos a él por su feroz aspecto.

El chaqueño estaba poco en su casa y cuando estaba, no estaba sobrio.

El muchacho se sumó a nuestros partidos de fútbol y demostró tener mucha habilidad para diseñar las casitas que hacíamos con pallets y otras basuras de las fábricas. Rápidamente se ganó la amistad de todo el barrio.

Cuando la abuela se dejaba ver, siempre con un rosario entre las manos, toda la familia se apuraba a meterla nuevamente en la casa porque se notaba que tenía el cráneo un poco demente.

Una tarde ventosa de verano, mientras el matrimonio discutía acaloradamente en la vereda, vimos que el negro olfateó algo, cambió la expresión de su rostro, y como un tiro saltó rompiendo una ventana para meterse en el interior de la casa. El padre, como loco, salió atrás del perro. Al llegar a la habitación del más pequeño, vio al canino con el hocico lleno de sangre y espuma, respirando con furia sobre la cuna del bebé. No sabemos si llegó a imaginar los pequeños miembros del infante despedazados o el rostro arrancado por los colmillos. Sacó el revólver y le disparó en la cabeza.

En ese momento ya todos habíamos entrado en la casa y el aire se congeló cuando escuchamos el llanto del bebé que se había despertado por la detonación. Al mirar la cuna vimos al pequeño sano y salvo, y a su costado, una enorme rata destripada por nuestro buen amigo. El padre se agarró los pocos pelos que le quedaban y dejó el arma en el suelo cuando se percató del error.

Los esposos, para estar seguros, decidieron llevar al bebé al hospital, por si era necesario vacunarlo o tomar ciertas precauciones en caso de que la rata lo hubiera mordido.

En el apuro se olvidaron de la abuela o no les importó. Ella salió de la casa y volvió, a la media hora, con una botella de agua bendita, unas hostias y una especie de mantel (luego supimos que lo había robado del altar de la Capilla Virgen del Carmen). Nos pidió ayuda y envolvió al perro con el mantel como si fuera una mortaja, lo bautizó y le colocó en la boca “el cuerpo de Cristo”. Para ese momento, por el estruendo del disparo, ya hacía un rato largo que varias madres se habían acercado a la casilla, pero ninguna pudo disuadir a la anciana de que abandone la extraña ceremonia.

Guiados por la vieja, entre cuatro muchachos lo cargamos para llevarlo al patio. Al llegar, comenzamos a cavar un pozo para darle cristiana sepultura a los restos del héroe.

Unos meses después, la madre murió de cáncer y la abuela terminó en un hogar de ancianos, totalmente ida. Al padre lo despidieron de la policía por corrupto, y se volvió con sus hijos al Chaco.

Sobre la tumba del perro crecieron flores y durante años fue un lugar que visitaron madres desesperadas con sus hijos enfermos. Varios chicos, después de que los acostaron sobre la tierra que tapaba los restos del perro, se curaron.

Muchos inviernos después, construyeron una casa sobre la tumba y hoy casi nadie se acuerda de la historia del perro.

A veces, cuando salgo de los bares pateando piedras y camino por Moyano, escucho los aullidos y sé que está bien, que el negro sigue ahí, para cuidar a los más indefensos.

 

Fede Rodríguez

 

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