Sátiras y relatos imaginarios sobre elementos, personajes y vivencias cotidianas de nuestra sociedad y el universo.
HOY: La chispa adecuada
Mi nombre es Carlos Adonis Bustamante. Llegué hace unos años a Tierra del Fuego para desarrollar mi actividad laboral: soy un etnopsiquiatra especializado en el amor. Elegí radicarme en Río Grande porque en esta ciudad sureña la infidelidad y la promiscuidad superan proporcionalmente los niveles de Tijuana, Las Vegas y muchas otras metrópolis degeneradas del mundo. Me dedico a ayudar a la gente a encontrar el verdadero amor. Y, humildemente, esta historia es sobre una tarde donde pensé, por unas horas, que yo no era infalible.
Ese día, tuve que viajar a Ushuaia para dar una charla, y ahí me enteré que una pareja que había formado entre un puestero de Estancia Los Cerros y una chica de Tolhuin, a días de la planeada boda, estaba por separarse.
Enojado con este percance, me detuve a cargar combustible en la última estación de servicio de la capital fueguina, antes de tomar la ruta 3. Bajé la ventanilla y pedí que me llenaran el tanque.
-¡Usted está desquiciado! ¡Quiere que nos entierren juntos! – me gritó un morocho grandote, muy nervioso, que se acercó rengueando.
Le contesté que no le entendía y el hombre señaló un cigarrillo mal apagado que agonizaba en el cenicero de mi automóvil. Le di la razón, le pedí disculpas y le aseguré que mi intención no era generar ningún accidente, que yo vivía para el amor. (Esto último no lo entendió y me quedó mirando con cara de enojado.)
-¿Ahora puede llenarme el tanque, buen hombre?
-¡Veo que usted está dispuesto a arruinarme la tarde, infeliz!
Metió la mano dentro de mi auto. Yo pensé asustado que tomaba dirección hacia mis partes nobles, pero no: giró las llaves para apagar el motor.
Pedí nuevamente disculpas. Esto de la separación de la pareja que había formado, evidentemente, me estaba afectando para todo y andaba como dopado, enfrascado en mis pensamientos.
-Y apague las luces que no tengo todo el día.
-¿Por qué tengo que apagar las luces, señor?
-Porque son las reglas. Y si no le gusta, vaya a quejarse a la gerencia.
-Pero, ¿hay algún motivo para hacernos apagar las luces?
-¿Seguir con vida te parece poco?
-No entiendo.
-Una chispa del sistema de luces que encienda los vapores de la nafta… ¡y boom! Vos y yo en la misma bolsa negra.
-No sabía. Ya mismo las apago.
Mientras el morocho grandote empezaba a verter los primeros litros de combustible, encendí el estéreo y empezó a sonar mi selección personal de la mejor música romántica del mundo latino.
Como si quisiera romper el techo del auto, comenzó a golpearlo con la mano cerrada, totalmente desquiciado.
-¡Apagá la radio, infeliz!
-Tráteme con respeto, señor.
-Lo voy a tratar como se merece: ¡apagá la radio ya! ¿Qué parte de que una chispa eléctrica puede hacer combustión con los vapores de la nafta no entendiste? ¡¿Querés matarnos a todos?!
Volví a pedir disculpas y apagué la radio.
Reflexioné. De verdad estaba vivo de milagro: toda una vida cargando combustible y nunca me había dado cuenta de los extremos peligros que esto conlleva.
Mientras seguía cargando, bajé del auto para tomar aire y despejarme. Caminé unos pasos mirando las montañas y sintiendo el viento frío recorrer mi cuerpo.
-¡Me cago en tu puta madre! – me dijo el playero y se acercó a gran velocidad, con claras intenciones de golpearme – Caminando con las manos en los bolsillos y los cordones desatados… ¡Ah, no! Si lo que vos querés es provocar un accidente…
En ese momento iba a ponerle los puntos y le iba a cantar unas cuantas verdades, cuando de repente se calló. Dejó de mirarme, la piel se le enrojeció y por la vena que tenía hinchada en la frente puedo jurar que se le aceleró el corazón. Cuatro veces tuve que repetir que no iba a dejarle propina, que informaría de su conducta a la gente del Serviclub y que me quejaría con el gerente por la mala actitud que tenía. El hombre no me escuchaba. Ese muchacho, quien segundos antes era un ser amargado y deprimido, hizo una mirada que quería acariciar y sonreía como un bobo. Me soltó las solapas, de las que me tenía levantado, se alejó eufórico y hasta parecía que se había curado de su renguera. Dejé de hablarle porque yo ya no existía para él. Les aseguro que si hubiera podido medirle la actividad en el tálamo, el hipotálamo y el hipocampo del cerebro, una sola hubiera sido la respuesta: estaba en llamas.
Una chica muy bonita, con la campera azul de la empresa, acababa de tomar el nuevo turno laboral en una línea de surtidores vecina. Alzo la vista, lo miró y lo saludó con suma alegría.
Ni lento ni perezoso, entendí todo.
-Usted está enfermo, muchacho, por eso su humor de porquería y todas estas absurdas medidas de seguridad – le dije, palmeándole la espalda y me empecé a reír.
-¿Qué decís, infeliz?
-Usted está enfermo de amor. Y por suerte, dio con la persona indicada – saqué una de mis tarjetas y se la puse delante de los ojos.
-¿Etno… qué?
-Soy especialista en el amor, muchacho. Y te digo una cosa: lo que sentís, esa mujer también lo siente. Entiendo por qué todavía no pasó nada. Vos debés ser uno de esos grasas que se maman en el boliche, les agarran el pelo a las chicas para olerlo y con la trompa apestando a sangría les dicen groserías. ¿O me equivoco? Pero esta chica es especial y, como no supiste como entrarle, te hiciste el amigo. ¡Gran error! Ahora seguro que te aburre contándote sobre los tipos que se le acercan. Te convertiste en su paño de lágrimas para cuando le rompen el corazón. ¡Basta, morocho! Hoy es tu día. Que tu cuerpo sea tu aliado: quiero que te acerques y le hables con voz nocturna, el lenguaje del gemido de los cuerpos. ¡Cambiá esa cara de estúpido! Mirala y concentrate… Estás sediento en el desierto de la pasión y ella es una fruta jugosa. Todos nacemos con fuego en el alma. Besala hasta que le tiemblen las piernas y esta noche va a jadear tu nombre, tigre – le dije, y se separó de mí como un huracán.
Se acercó a la muchacha, le sacó de las manos la manguera, la empujo despacio contra una columna, y se abalanzó sobre ella. Sus labios se fundieron y sus brazos se enredaron en un abrazo constrictor.
Feliz. ¿Qué más puedo decir? Con la felicidad de saber que uno sabe hacer bien las cosas, me alejé de la pareja, que seguía entregada al trance romántico.
En ese momento sonó mi celular y vi que el llamado era de mi puestero rebelde con el amor. Pensé: ¿Será esta una tarde llena de éxitos? (Después supe que se habían reconciliado, que la boda seguía en pie y, por lo tanto, no había fallado mi labor)
En el momento en que iba a atender el celular, vi sus ojos de perro loco. Los abrió de golpe, inyectados en sangre, en el segundo preciso en que iba a apretar el botón, y su mirada parecía querer gritarme algo, pero su boca no se separó de los labios de su amada.
Atendí la llamada y la chispa del celular detonó los vapores del combustible.
Estoy en el hospital, esperando la muerte, con el 83% de mi cuerpo quemado.
La joven pareja de playeros no lo consiguió. Del lugar de la explosión, en la misma bolsa negra, fueron retirados sus restos humeantes, sanguinolentos y confundidos como si fueran una sola carne.
Fede Rodríguez