Hay lugares que no se buscan en los mapas. Te los señala el viento, el rumor de alguna historia o el impulso de descubrir algo nuevo. Cabo Raso es uno de ellos: un paraje detenido en el tiempo, enclavado en la costa sur de Chubut, donde el ripio de la Ruta Provincial 1 se pierde entre estepas y se precipita contra el Atlántico. Allí, el mar es turquesa, el aire es limpio y las derruidas construcciones cuentan hechos del pasado. En esa inmensidad rústica y austera, el surf encuentra una mística distinta. Y Jashua Velázquez, también.
Conexión con el mar
Jashua nació en Playa Unión, tiene 32 años y desde muy chico entendió que el mar no era solo un paisaje: era un lenguaje. “Mi acercamiento fue con mi familia, barrenando olas con amigos y vecinos. A los 7 años probé una tabla y no la solté más. Gracias a los pioneros de la zona, aprendí que esto se vive sin egos, sin comparaciones. Con respeto, siempre”, cuenta.
Hoy da clases en la ESPU (Escuela de Surf de Playa Unión), una de las más accesibles del país. También estudia para ser guardavidas, es skater desde chico, enseña química orgánica y habló de residuos en aulas y ferias ambientales. Pero su voz toma un color especial cuando habla del mar.

“La escuela se armó en 2012 con amigos con los que compartimos muchas sesiones. Me sumé en 2016. Para mí, compartir este deporte es una forma de devolver lo que nos dieron nuestros maestros. No buscamos formar ‘surfistas’, sino personas con valores. Alejados del show, las comparaciones o la lógica del lucro. El surf es otra cosa”.
Cabo Raso: una joya escondida en la Patagonia
Esa “otra cosa” la encontró también en Cabo Raso. Un sitio inhóspito, donde el silencio se impone y no hay distracciones: sin señal de celular, sin televisión, sin electrodomésticos. Solo mar, viento y tiempo. El único hospedaje del lugar funciona con energía solar, agua de pozo, reciclado y filosofía autosustentable. Es un paraje en recuperación, habitado por personas que decidieron vivir distinto.
“Vamos al Cabo para salir del aglomeramiento, para buscar otra calidad de olas. Cuando entran, ahí estamos”, dice Jashua. Las condiciones no son fáciles: el frío cala, la constancia es caprichosa y las olas, impredecibles. “Por eso muchos tratamos de escapar del sur en invierno. Pero cuando se da, cuando el mar rompe justo, es algo único”.
Y aunque crecen los visitantes que buscan esa magia, él es claro: “Hay pioneros que han recorrido la costa, durante mucho tiempo, buscando olas y fueron ellos los que encontraron este lugar. Gente con valores que busca compartir”.

Un lugar para honrar
En Cabo Raso, cada cosa tiene su tiempo. No hay carteles, ni horarios, ni pasos marcados. Solo el rumor del viento y el ritmo del mar. Los que llegan no lo hacen por azar: lo buscan quienes necesitan conectar con lo esencial.
La experiencia en el Cabo no se mide en metros de ola. Se mide en silencio, en espera, en introspección. En caminatas sin destino, en el calor de una estufa a leña, en la mirada que se pierde en un horizonte que no está interrumpido por nada.
Y cuando la ola aparece, cuando se da ese momento exacto que los surfistas saben esperar, la sensación no se grita. Se agradece. Porque allí el mar se honra.

Más que olas: una forma de vivir
Jashua también lleva a sus alumnos al Cabo. “Queremos que vivan otra experiencia. Sacarlos de la zona de confort, mostrarles olas más rápidas, pero también una forma distinta de estar en el mar. Allá no estás mirando el celular. Estás con vos, con el agua, con el momento”.
Alejándose de lo telúrico, habla del surf como de un ritual silencioso: “Trato de agradecer y entrar con permiso. No hay que demostrar nada. Solo intencionarlo, desde el respeto”.
Así, entre tablas, viento y gratitud, Cabo Raso se vuelve más que un rincón inhóspito: se vuelve un refugio. Un lugar donde todavía es posible escuchar el mar sin interferencias. Donde no se va solo a hacer un deporte y disfrutar de la naturaleza, sino también a vivir en el presente impulsado por el espíritu de lo salvaje.
