Fotógrafo de naturaleza y Naturalista, Tiberi lleva más de dos décadas dedicado a registrar y estudiar la avifauna patagónica. Su historia está marcada por encuentros con especies migratorias, en especial con el Playero rojizo, un viajero incansable que une Canadá con Santa Cruz.
Emanuel Tiberi tenía apenas seis años cuando recibió su primera cámara. Las fotos de esa infancia, guardadas en cajas familiares, ya mostraban bandadas de guayatas, un tucuquere en Puerto Deseado y cormoranes en Punta Loyola. Hoy, convertido en fotógrafo de naturaleza y naturalista, sigue detrás de esas mismas escenas, aunque con la mirada entrenada de quien hizo de la observación de aves un modo de vida.
“Desde chico siempre hubo una atracción con las aves. No sé bien por qué, pero estaba ahí, latente. Y con los años se fue disparando”, cuenta en diálogo con Radio Provincia. Esa curiosidad lo llevó a registrar la llegada de especies al estuario local y a participar en proyectos de investigación que conectan a la Patagonia con otros puntos del continente.

Entre las aves que marcaron su camino, hay una que ocupa un lugar especial: el playero rojizo. “Lo tengo tatuado. Me vinculó con gente hermosa, tuve la suerte de ver un ejemplar que había anillado en Estados Unidos y reconocerlo después acá, en Gallegos. Con el playero rojizo tengo mucha historia detrás”, confiesa.
El playero rojizo es, además, un símbolo de resistencia. En un solo año puede recorrer unos 35.000 kilómetros, desde el Ártico canadiense hasta la costa patagónica. Para lograrlo, su cuerpo atraviesa cambios sorprendentes. “A nivel corporal las modificaciones son enormes. Estas especies que hacen migraciones muy largas tienen una adaptación que pueden ir achicando o agrandando sus órganos en base a lo que van a hacer”, explica Tiberi.

Ema detalla que antes de volar “todos esos órganos que no van a usar -entre comillas- los achican, y agrandan otros para empezar a ganar masa y grasa. Imagínense que hoy el grueso de la población está en Bahía Lomas, y recién la primera parada que hacen es en Bahía de San Antonio. Son casi 2.000 kilómetros de corrido”.
El momento de partir no es azaroso, ya que responde a señales del ambiente y del propio organismo. “Se empiezan a congregar, empiezan a vocalizar de forma diferente, y cuando se alinean los planetas —buen clima, buen peso corporal, y que sea de noche— migran. De noche empiezan las migraciones, porque no hay tanto viento y no hay depredadores”, describe Tiberi.
Esa pasión lo llevó a trabajar en Estados Unidos, en la Bahía de Delaware, uno de los sitios de escala del rojizo antes de regresar al Ártico. También lo conectó con la bióloga Patricia González, pionera en el estudio de la especie en Argentina y responsable de anillar al mítico B-95, un ejemplar que superó los 20 años de vida y que inspiró documentales y libros.
Pero su mirada va más allá de un ave en particular. Para Tiberi, el estuario de Río Gallegos es un escenario privilegiado que concentra migraciones todo el año. “Acá confluyen tres grandes rutas migratorias de América. En primavera llegan becasas de mar, chorlitos y playeros; en invierno recibimos petreles y palomas antárticas. Es un lugar clave para las aves y un indicador de que el ambiente todavía está sano”, asegura.
Su cámara lo acompaña en cada salida, aunque reconoce que no siempre busca la foto perfecta. “Depende del objetivo —aclara—. Porque hay veces que el registro vale más que la buena foto. Esta becasa de mar de Alaska, por ejemplo: puse el celular en el telescopio, lo filmé, y por un microsegundo se veía el código. La foto era una porquería, pero necesitaba registrarlo. Entonces depende”.
Cuando el objetivo sí es estético, su exigencia aparece: “El hecho de aislar el ave con respecto al fondo y la pose es fundamental. Es como una persona: si le sacás la foto de espalda, con la cabeza girada, no te dice mucho. En cambio, si está de frente y con el ángulo de la cabeza, te está mirando, guiando. Eso ya es otra cosita”.
También presta atención a la luz. “En invierno es hermoso, más allá del frío, porque hay una luz dorada casi todo el día. El sol está bajo y tenés sombras muy largas. En primavera o verano, los mejores momentos son el amanecer y el atardecer, cuando las aves están más activas. Igual, un fotógrafo de Israel me dijo algo que me cambió la mirada: nublado es el mejor momento, porque no tenés sombras y podés sacar fotos todo el día”, cuenta.
En esa búsqueda, Emanuel Tiberi se convirtió en un referente local, de consulta segura, porque tiene la habilidad de explicar de lo que sabe con la paciencia y pedagogía de a quien realmente le interesa que el otro aprenda, conozca, uniendo así la ciencia, la fotografía y la pasión por la naturaleza.
