Nunca es un buen momento. Pueden pasar apenas unos minutos pero a veces pasan décadas hasta que una persona se anima a hablar. El estigma, la pena, el qué dirán, la culpa mentirosa y tantos otros señalamientos que rodean a la persona equivocada. Siempre debería apuntarse el dedo acusador al victimario, pero la que siempre es señalada no es otra que la víctima.
Cuando el titular anuncia que alguien “confesó” haber sido víctima de un caso de abuso sexual, la connotación ya inclina la balanza hacia el lado equivocado. ¿Acaso es la persona que sufre la que debe exponerse? ¿La que debe “admitir” lo que ocurrió para someterse -además- al escarnio público? Si supieran todo lo que debe atravesar una persona que denuncia un abuso sexual, aquellos que sostienen que alguien es capaz de hacerlo falsamente, se morirían de la vergüenza.
Es una -incomprensible- creencia popular que gran parte de las denuncias por violación y violencia de género son falsas y únicamente una herramienta de mujeres celosas para vengarse de los hombres (¿cuánto de culpa tendrán las telenovelas en esparcir tal creencia?). Las encuestas y estudios dudosos las han situado alrededor del 50% del total de denuncias realizadas, pero las estadísticas son contundentes: la prevalencia o universalidad de las denuncias falsas es un mito.
Según un estudio publicado en SAGE (Symposium on False Allegations of Rape) que analizó denuncias de abuso sexual durante 10 años, el porcentaje de “denuncias falsas” fue de un 5.9% del total, confirmando varios otros estudios y estadísticas que usualmente colocan estas denuncias entre el 2% y el 8% del total.
Aun así, esas cifras parecen exageradas, y lo son, si consideramos que el 68% de las violaciones no son reportadas, como indican estadísticas de RAIIN, la organización más grande de Estados Unidos contra la violencia y el abuso sexual. Si extrapolamos las cifras, tomando en cuenta esos poco más de dos tercios de violaciones que no se reportan -números que son cautelosos, pues otros estiman sobre un 80% las violaciones no reportadas-, transformamos ese 5.9% en poco menos del 2%. O sea, un 98% de las denuncias se pueden considerar verídicas. Además, es usual que se consideren como denuncias falsas cualquiera en la que no haya pruebas suficientes para realizar una condena, donde la víctima retire los cargos, o donde los organismos encargados de la investigación estimen que no hay bases suficientes (traducción: interés suficiente) para investigar.*
El mito de las denuncias falsas también se expande a las denuncias por violencia de género. España es un caso emblemático donde el machismo ha intentado perpetuar este mito, pero las cifras son extremadamente contundentes: sólo entre el 0.005% y el 0.1% de las denuncias por violencia de género y maltratos son falsas, cifras similares a las que se manejan en el Reino Unido, donde en una entrevista hace un par de años, Keir Stamer, entonces fiscal en jefe del país, declaró que “las víctimas no deben ser disuadidas de reportar el abuso que han sufrido” e indicó: “hemos trabajado duro para disipar los dañinos mitos y estereotipos que existen alrededor de estos casos; uno de ellos, la equivocada creencia de que las acusaciones falsas de violación y abuso son comunes”. Un informe del gobierno británico indicó que durante 17 meses hubo 5 mil 651 enjuiciamientos por violación y solo 35 por falsas acusaciones de violación: eso es un 0.6% del total, mientras que hubo 111 mil 891 enjuiciamientos por violencia doméstica y sólo seis por falsas denuncias de violencia doméstica.
Lo importante para recalcar es que, se mire por donde se mire, las denuncias falsas tanto de violencia de género como de abuso sexual son ínfimas y no el fenómeno altamente expandido que se quiere hacer creer para desacreditar a las víctimas a la hora de denunciar. No creer a las víctimas es una enorme parte del problema, y la falta de apoyo y asistencia las puede llevar al aislamiento, a la desesperación y muchas veces de vuelta a las manos de sus abusadores. Y eso es inadmisible.
Tantas veces las víctimas son más señaladas y más juzgadas que los propios perpetradores.
A Melina Romero la vieron por última vez el 24 de agosto de 2014 cuando salía del boliche “Chankanab”, de San Martín, provincia de Buenos Aires, adonde había ido a festejar su cumpleaños. Tardaron un mes en encontrar su cuerpo en un arroyo, a pocos metros del predio de la Ceamse, de José León Suárez. El diario más importante de Argentina tituló: “Una fanática de los boliches, que abandonó la secundaria”, para referirse a la chica.
En Europa también se consigue: Los cinco integrantes de “la manada” habían conocido a la chica entre copas y música en la plaza del Castillo de Pamplona, hasta donde habían viajado en un Fiat Bravo propiedad de la hermana del agente de la Benemérita.
Aquel primer encuentro fue tras un concierto, en torno a las 02.50 horas de la madrugada del 7 de julio de 2016. Tras la presunta violación, y ante los policías que la atendieron en un banco mientras lloraba desconsolada, María dijo que dos de los sevillanos la agarraron de las muñecas y la empujaron dentro de un portal de la calle Paulino Caballero. Allí, presuntamente, la obligaron a practicarles felaciones a todos ellos mientras dos, Alfonso Jesús Cabezuelo y José Ángel Prenda, la penetraban vaginal y analmente. El diario El Español tituló pocos días antes del inicio del juicio: “La vida “normal” de la chica violada en San Fermín: universidad, viajes y amigas”.
Era 1985, tenía la edad que mi hija tiene ahora. Nunca se lo conté a nadie. Bueno, sí, a mi terapeuta en algún momento, pero sabía que con ella tenía una especie de “secreto de confesión” y que nunca nadie más lo iba a saber.
Mi papá tenía un negocio -siempre tuvo negocios-. En el local, por supuesto, había muchos empleados. Mis hermanos y yo íbamos siempre, un poco a ayudar, otro poco a pasar el rato. Lo recuerdo muy bien. Demasiado bien.
El hombre de bigotes me llevó hasta el depósito. Ahí, entre herramientas e insumos me bajó el pantalón de joggin y la bombacha. Se sentó en el borde de una pared que formaba como un banquito. Sacó su miembro y me sentó encima de él. Me frotó fuerte contra su cuerpo. Muchas veces. Algo me incomodaba tremendamente, sabía que aquello que estaba pasando no era correcto, pero no entendía del todo qué era lo que estaba mal.
Jamás me advirtió que no dijera nada: aún así no fui capaz de contarle el suceso a nadie. Nunca. A pesar de que pasaron más de 30 años.
Cuando iba a séptimo grado tuvimos educación sexual. Fue el primer contacto con una realidad que me pegó como un sartenazo en la frente. Empecé a atar cabos y aquello que tanto me había incomodado tuvo nombre. El impacto me duró varios días. Si hasta entonces no había hablado, ya no era momento de hacerlo.
Recuerdo bien que durante varias noches no pude dormir. Lloraba y tenía pesadillas que no le podía explicar a nadie. Me carcomía una culpa que no podía dominar, trataba de buscarle excusa, explicación, causa. La respuesta era una sola y no la supe hasta muchos años después. Todo aquello pasó porque él pudo, nada en lo más absoluto había sido consecuencia de algún acto mío.**
La doctora Kristine Hickle de la Universidad de Sussex, expresa en Dazed: “La probabilidad de que tu testimonio sea puesto en duda es muy alta. Hemos visto muchas veces a víctimas que han tenido el coraje de denunciar a sus agresores y han sido re victimizadas por aquellos que las culpan de lo que pasó”.
“El proceso de estar en juicio por violación y defenderte es asqueroso. La violación es el único crimen en el que debes probar que no hiciste nada para merecerlo. La gente te compara con un carro o una puerta sin seguro, como si fueras un objeto. Investigan lo que hiciste para merecerlo, lo que empeora el proceso de recuperación. Todo el proceso de recordar lo que te pasó puede ser difícil y no valer la pena si quiera la posibilidad de que el abusador termine en la cárcel”, agregó a esa publicación Lola Phoenix, escritora y víctima de violación.
“Cuando el abuso sexual ocurre durante la niñez, está asociado con culpa y vergüenza. Si el abuso vino de algún miembro de la familia o alguien cercano, ¿a quién acudes?. A menudo hay muchas barreras desde un punto de vista psicológico que explican por qué las víctimas no confiesan”, dijo a Take Part el doctor Robert Geffner, Presidente del Instituto de Abuso, Violencia y Trauma.
Estudios han concluido que hay una razón neurobiológica por la cual las víctimas de violación responden en formas que podrían parecer mentira, pero son reales. A menudo las experiencias traumáticas son procesadas por el cerebro de formas fragmentadas, lo que hace que muchas de las víctimas no tengan un recuerdo claro y lineal de lo sucedido, según un estudio citado por Slate.
En lo que muchos coinciden es que estas denuncias, aunque tardías, son positivas, para que más mujeres se animen a contar su experiencia. “En lugar de culpar a las mujeres que fueron silenciadas por el miedo, agradezcamos que están hablando y entendamos por qué esperaron tanto”, declaró a Psycology Today Judty Carter, autora y comediante.
En palabras de Hickle: “Ver a alguien confesar el delito da coraje a otras víctimas, esperanza de que su testimonio será tenido en cuenta y les ayuda a saber que no están solas”.
María Fernanda Rossi
*Antesdeeva.com
**Testimonio anónimo a pedido de la víctima.