“¿Tiene o hubiera tenido?”, pregunta un colega de un medio nacional, cuando recibe la imagen del rostro actualizado de Sofía.
A nadie en Tierra del Fuego se le ocurre preguntar quién es Sofía, y son muy pocos los que la nombran en tiempo pasado.
–Tiene, le contesto. El 28 de septiembre se van a cumplir 9 años de su desaparición, pero para la justicia, para la familia y para muchos de nosotros sigue viva, en algún lugar. Tiene 12 años.
Hago un repaso mental de todo lo que puede pasar en 9 años. Dos presidentes en dos periodos y medio, dos gobernadoras, hijos, carreras universitarias, segundo y tercer ciclo escolar completos, bodas de barro, se caen -y crecen- los primeros dientes, aprendés a escribir, aprenés un idioma, un tipo de danza, un viaje a pie por América Latina. En suma, 9 años, es mucho tiempo.
A Sofía se la tragó la tierra, no hay una pista, un indicio, una señal. No hay Sofía, no hay nada.
Así es la vida de María Elena y Fabián, y hasta de Giuliana, que aun sin entender del todo qué pasa y conociendo una hermana que jamás vio, viven esperando. Esa es su vida, que de simple hace nueve años que no tiene nada. Buscan, revuelven, se mueven, rezan, pero por sobre todo, esperan.
Hoy se conoció la actualización del rostro de “Sofi”, como la llama María Elena cada vez que la nombra. Un rostro de una niña que está dejando de ser tal, de una preadolescene de ojos llamativos.
Nueve años de la misteriosa desaparición de Sofía Herrera. La niña que fue a pasar con su familia una tarde al camping Jhonn Godall y que nunca más volvió. La niña que fue buscada intensamente por los bosques fueguinos, pensando que se había perdido en un descuido. La niña a la que nadie creyó que no volvería a ver.
Desde ese día una sociedad cambió. Y cambió más de una vez. Desde ese día se abrieron puertas y corazones, pero también se levantaron los dedos acusadores que se clavan como dardos intermitentes en la carne y en alma de quienes esperan. Desde ese día pasaron nueve interminables años.
Los padres de la niña fueron acompañados por más de cuatro mil personas en la primera marcha que rogaba por la aparición de Sofía. Un pueblo movilizado. Un grito desgarrador que poco a poco se fue apagando.
Pasaron los años y las marchas fueron cada vez menos concurridas. ¿Qué pasó en el medio, además de tiempo? Versiones. Habladurías. Investigaciones e hipótesis inventadas. Esa necesidad de encontrarle una respuesta a lo que no lo tiene.
Hace algunos años le pregunté a una profesional de la salud mental por qué la gente común descreía de la familia de Sofía, lo que me respondió fue tan lógico que sonó como un cachetazo feroz “si no le encuentran explicación y no fue la familia, quiere decir que a cualquiera le puede pasar, y no estamos listos para asumir semejante riesgo. Nos ‘tranquiliza’ más cuando podemos señalar a un culpable, aunque no sea, porque nos cierra la historia y dejamos de estar en riesgo”.
Cuánta charla con María Elena y Fabián les hace falta.
Pocas cosas cuestan tanto como charlar con alguno de los papás de Sofía. Agobia su tristeza, una esperanza que parece que se va diluyendo, pero que de alguna forma reviven una y otra vez, una y otra vez.
La mirada profunda y vacía, el desconcierto latente, la incertidumbre que aplasta. Casi nueve años sin saber, sin entender nada.
Y entonces Giuliana. Tan parecida a Sofía que impacta. Tan ajena y tan en el medio de todo. Protagonista involuntaria de una historia que comenzó antes de que ella viera la luz del mundo, ese mismo mundo que le arrebató a su hermana, hermana que ha sido parte inacabable de su ser, aún sin haber podido abrazarla ni una sola vez.
Los investigadores, el juez de la causa, la secretaría de derechos humanos han agotado todas las instancias. No dejan ninguna pista sin revisar, ninguna denuncia sin investigar, ningún reporte sin profundizar. Y ellos, al final de cuentas, también esperan y se preguntan y lo revuelven.
Y todo vuelve al principio. Esperar. Algo que parece tan paciente, pero que resulta tan activo. Rogar por una voz: “alguien tiene que saber”, repite María Elena tantas veces como puede.
Una vida al lado de un teléfono, revisando permanentemente el correo, la página web que crearon para recibir datos, aguardando pacientemente que alguien diga. Algo. Nada.
9 años que son la vida de Sofía, de la que nos imaginamos una cantidad impensada de escenarios.
“Espero que la estén cuidando”, suena a resignación pero es más bien un ruego.
Y así seguirá la espera, que resulta interminable, que vuelve a empezar cada 24 horas.
María Fernanda Rossi