La Argentina se jugaba a todo o nada, vida o muerte, Rusia o el exilio. El partido aparecía como un ente capaz de devorarlo todo, tal como “La Nada” en el clásico “La historia sin fin”.
Sabido esto, algunos dirigentes de la Asociación de Fútbol Argentino no tuvieron mejor idea que sumar al plantel un particular personaje: entre botines, vendas y pomadas de olor fuerte aparecía “el brujo Manuel”.
El brujo Manuel Manuel fue una pieza de cábala del plantel de Estudiantes que ganó la Copa Libertadores 2009 con Juan Sebastián Verón como líder. Y dicen los que saben, y los que no también, que fue la mismísima “Brujita” quien recomendó la asistencia del mentado hombre extraordinario.
Con solo mirar un poco alrededor nos damos cuenta que el mundo cabulero de los argentinos no termina en el brujo Manuel, ni en el fútbol.
¿En qué creemos los argentinos? O mejor dicho, ¿por qué creemos en cualquier cosa?
Fortunato Mallimaci, doctor en Sociología e investigador principal del CONICET en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL), se propuso llevar a cabo un relevamiento nacional que dé cuenta de las identidades, prácticas y tradiciones religiosas presentes hoy en el país. Así, en 2008, junto a su equipo elaboró la Primera Encuesta Sobre Creencias y Actitudes Religiosas en Argentina.
Los datos señalan una preeminencia de la cultura cristiana en nuestro país: el 76,5 por ciento de los entrevistados se declaran católicos. Las personas que se declaran indiferentes en cuanto a la religión alcanzan el 11,3 por ciento, mientras que los evangélicos son el 9 por ciento de la población.
Los investigadores además elaboraron un ranking de creencias católicas que revela que el 91,8 por ciento de los argentinos cree en Jesucristo, mientras que el Espíritu Santo y la Virgen ocupan el segundo y tercer puesto.
Pero no se trata solo de cuestiones religiosas, o por lo menos no de las que pueden ser consideradas tradicionales. En nuestro país existen innumerable cantidad de mitos que, con los años, se van conviertiendo en una especie de ídolo popular capaz de recibir las promesas más insólitas a cambio de favores incomprobables.
Curanderos. Malos espíritus. Fantasmas. Brujas. Ángeles. Duendes. El Gauchito Gil. San la Muerte. El horóscopo. La difunta Correa. Gilda. Rodrigo Bueno. Todos ellos tienen un lugar entre las creencias de los argentinos.
Para el sociólogo Alejandro Frigerio, especialista en creencias y religiones*, “el tema es que los argentinos vivimos con cierta vergüenza ese rasgo de nuestra personalidad porque va en contra de lo que creemos que somos: racionales, secularizados, educados, modernos. Preferimos pensar que es algo de una minoría poco culta, pero no es así.
Estas creencias alternativas, complementarias o populares, como uno prefiera llamarlas, atraviesan todos los sectores sociales. Con distintas formas, claro: el curandero, en las clases más bajas, y Deepack Chopra o el tarotista entre los más acomodados”, agrega el especialista.
En el año 2006, a pedido de la revista Selecciones, la consultora D´Alessio Irol llevó a cabo una investigación sobre las creencias de los argentinos. Para ello, se entrevistó a 2.556 personas de todo el país, alumbrando un abanico que va desde el mismísimo Dios hasta el juego de la copa. “Los argentinos tienen creencias y prácticas que van más allá del horizonte de las religiones formales y buscan explicar sucesos de la realidad a través de supersticiones y prácticas místico-religiosas”, dice el estudio.
Según la misma encuesta, la mitad de los argentinos cree en el destino y en los ángeles, dos de cada diez le otorgan crédito a los fenómenos paranormales y el 16 por ciento, a la brujería. Los “santos” populares también tienen un ejército de fieles significativo: 4 de cada 10 argentinos creen en el Gauchito Gil y se estima que son aún más los que creen en San la Muerte.
Por más racionales que intentemos ser, la necesidad de ejercer algún tipo de control sobre nuestro universo personal, por cualquier medio posible, es una tentación en la que es muy fácil caer.
Excusas de las más elaboradas pueden salir de nuestras mentes para justificar cosas que ocurrieron, o no. Si te sentaste en un sillón diferente, si miraste el partido en otro canal, o si simplemente se te ocurrió ir a una entrevista laboral sin tu calzón de la suerte.
Es verdad que muchas veces recurrimos a esa creencia para echar mano cuando nos hace falta, incluso cuando las respuestas escasean. La necesidad de dar un por qué a determinada situación es tal que preferimos encontrar la respuesta en cosas o seres de dudosa procedencia antes de admitir que aquella situación simplemente ocurrió y que bajo ninguna circunstancia era algo que podía estar bajo nuestro control: un partido (del deporte que fuere), un vuelo, el clima, etc.
“En sus creencias mágicas las personas encuentran alivio psíquico frente a lo irremediable de las limitaciones humanas. Es un mecanismo de defensa ante las incertidumbres de la vida, la ausencia de garantías, los caprichos del azar, lo irrepresentable de la muerte personal y lo enigmático del destino”, afirma el psicoanalista Eduardo Urbaj.
Según los especialistas, este fenómeno se denomina “ilusión de control”, y no es más que un error de apreciación de nuestra mente por el cual nos creemos capaces de influir en situaciones sobre las que, en realidad, no tenemos control alguno.
La fe en lo sobrenatural es extremadamente común y no puede ser eliminada con una educación científica, asegura el psicólogo de la Universidad de Bristol, Bruce Hood. La razón: nacemos con un cerebro preparado para darle sentido al mundo, aunque sea a través de explicaciones que van más allá de lo racional y de lo natural. Esta característica nos permite adaptarnos y sobrevivir, pero también ver donde no hay.
En su obra “Psicopatología de la vida cotidiana”, Freud destaca que el supersticioso interpreta un acontecimiento producido por el azar para guiar sus elecciones. A partir del momento en que el individuo se apoya en un acontecimiento exterior independiente de su persona para decidir que una cosa es buena o no para él, no apela a la superstición sino a un deseo reprimido. Es decir que en realidad, esto sirve para justificar una decisión ya tomada inconscientemente.
Si Lionel Messi no hubiera tenido un partido perfecto, ¿quién sería el receptor de los señalamientos? ¿Quién era entonces el ineficaz? ¿En qué dirección iban a ir las críticas?.
Lo cierto es que el brujo Manuel no estuvo en la cancha, ninguna camiseta celeste y blanca llevaba su apellido en la espalda y bajo ningún concepto se le puede adjudicar a una persona de carne y hueso el desempeño de todo un equipo. A menos que sea el director técnico, claro.
Una cosa es ineludible, el talento de Messi es inexplicable y será, de aquí en más, en la única cosa sobrenatural en que deberemos depositar nuestra esperanza si esperamos algún resultado en Rusia 2018.
*Diario Clarín, edición 11 de junio de 2006
María Fernanda Rossi