El texto que sigue es el dejo de una caminata de 20 días por la Península Mitre, a través de la costa sur en el extremo este de Tierra del Fuego. Adentrarse en este extremo de nuestro país es sin duda una experiencia muy fuerte. Uno se moja para no secarse nunca más. Jamás se vuelve del todo. Este lugar es único y no solo por su belleza que es mucha o su aislamiento que es extremo. Lo que la hace tan especial es la ausente presencia de los Haush y los Selknam. Ellos fueron pueblo ahí, pudieron habitar y ser comunidad. Los posteriores intentos civilizadores fracasaron. Todos. Hoy, cruzando el río López ya no habita nadie. Hoy los únicos que se adentran en la primera sección, antes del López, son los puesteros. Lo que continua aquí está dedicado a ellos.

Adentrarse en los contornos de la vida en un puesto es un hecho particular y lindo. Cabe mencionar que en dicha aproximación a esta cosa nuestra, la vida del peón rural, uno nunca abandona la posición citadina y extranjera que le es inherente, uno no puede despojarse de ello. Pero eso no quita que se pueda sentir una identificación y una raigambre profunda con esta forma de ser y estar en el mundo. Es fuerte lo que sucede. Súbitamente uno siente que se adentra en algo que le es ajeno y que a la vez lo toca muy de cerca. Se presenta real y auténtica la vida rural, sin mediaciones, aunque esto no sea más que un sentir, ya que las relaciones del peonaje rural con la sociedad “civilizada” suelen ser bravas de varias formas. Pero la revelación ahí, que se da al compartir una torta frita, un trozo de carne de toro en un puesto de madera y chapa es sin duda algo que llama la atención.

Por un lado están los objetos. Objetos que priman y nunca pero nunca han de faltar en un puesto que se diga ser digno, más allá de su precariedad. No puede faltar la pava, casi siempre de aluminio, algo abollada, percudida y con alguna refacción en sus coyunturas o en la agarradera. Las de hierro inoxidable suelen ser más fuertes, más íntegras en su longevidad. Pero siempre bella y gentil ella, la pava, de bellas siluetas, elegantes remaches y creativas refacciones. También más que fundamental, y no solo por su necesariedad, es el alma del hogar que es su corazón que late, americano, al calor de las brasas y maderas de todas las durezas, vetas, formas y colores. Ella es la salamandra. Siempre me alegro al recordar los momentos de salamandra, compañera fiel que le da a uno la sensación de complitud eterna. Posar a su lado, contemplar su tiraje, ver el fuego al abrir si puertecita, dejar ollas y pavas siempre listas para el mate, el agua de ducha o la fideada. Prima también en esta lista el ágil hacha, corta viento y mata espalda. Siempre parte de la rutina en la procuración de buenas astillas en madera robusta. También los camastros con tirantes de madera circundante al puesto. Los colchones viejos, sin tela quizás, de goma espuma quizás, con algunas mordiditas de laucha quizás. Todo esto siempre puede variar. Los detalles de color con gusto popular pululan también.

Lo que en Buenos Aires se llama decoración, en el rancho es hacer con los elementos que están a mano algo que eleve la moral del hombre solitario que la habita. Tal vez para mentirse un poco y sentir que una mujer invisible y fantasmal habita con él y cuando sale para el arreo ella lo sorprende a su vuelta con alguna coquetería nueva, como ser un cuerno de toro hacia la entrada o alguna pieza colgada de un clavo roído. También son pintorescos los herrajes viejos y las boyas de mar. Aunque ahí, con las boyas, ya entramos en la particularidad de cosas propias de la mal llamada Península Mitre. En este lugar y espacio enclavado en nuestro territorio todo tiene un revestimiento de un carácter muy propio. La identidad en todo es decididamente muy fuerte. Las condiciones del lugar hacen sentir su rigor en el alma y cuerpo de hombres y cosas. Ya una paradoja ahí, si se considera que muchos de los trabajadores son migrantes del interior de la nación.

Pero he ahí el anclaje ineludible de un territorio que se niega y resiste al lavaje de todo lo extranjerizante. Es como un niño que se aferra a las polleras de su madre y grita, con tormentas y lluvias, buscando evitar la separación. De brazos fuertes parece ser el niño de este lugar. Y he ahí el poder de significación del espacio. He ahí en donde la materia, la cosa, es de tal carga subjetiva que no puede ser objetivada y apropiada en su mera condición de cosa inerte. No siempre el hombre y su racionalidad pueden dominar al objeto. Este, el objeto, por más que usted no lo crea, tiene cargas identitarias que le son propias. Este tiene un significado, dinámico, no estable, pero que no puede ser trocado a gusto y piaccere. Ellos portan una historia. Historia de símbolos. Historia de racionalidades distintas a la nuestra, de formas de ser y de estar, habitar el mundo. Es por ello que este lugar me conmueve. Porque revela algo que se hace respetar y que es la base para construir algo, algo civilizado y de trasformación ciertamente, algo progresivo quizás, pero en base a algo que ya posa en ese piso.

Y el puestero, el protagonista de esta historia. Porque al menos hoy no puede hallarse otro que conozca y habite como él esta península que venimos nombrando (que no es península). Contradictorio siempre. Generoso siempre. Mateador y gran hacedor de la torta frita. Él reivindica su rudeza y astucia a viva voz, seguramente, para hacer frente a una vida precaria y repleta de haceres cotidianos que a uno le hacen temblar el culo con solo pensarlo: ensillar, tirar la alambrada, hacer corrales, cortar leña, arrear, buscar potros y yeguas que andan pastando por ahí, desensillar, domar, amansar al ganado, dar muerte a los animales, carnear, reparar goteras en el puesto, agrandar el puesto, cavar pozos, desmalezar picadas, ir y venir, ir y venir.

Aunque al conocerlos la sensación que se presta entre esta laboriosidad y la relación con el tiempo es rara. Al parecer no diferencian un martes de un domingo. Siempre es buen día para trabajar y también para no hacerlo. Su estar en el tiempo es siempre distinto al nuestro. Pausa al hablar o, a veces, risas abruptas, mates largos, excusas para no salir al campo. Trabajos durante crepúsculos que no se sabe si son de tarde o de temprano. Y como les decía, ellos reivindican su rudeza, porque es lo que les queda, lamentablemente. Es su rincón de dignidad ante una vida de aislamiento y precariedad laboral.

Imposible formar una familia en esas condiciones, imposible pensar en poblar esos lugares de esas maneras. Los patrones culpan sus formas de ser, pues se dedican por demás a la bebida y vicios varios. Hay que decirlo. Y si, más bien que esto acontece así. La bebida es compañía. La bebida lo pone a uno en extrañeza de estado con uno mismo, al igual que sucede al estar en compañía de otra persona. La bebida es compañera. Pero ante estas dificultades de la Argentina retrógrada surge la figura del puestero.

Sujeto ante el cual uno siente una profunda identificación y deseos de conocer. Compartir una conversación, conocer sus oficios, sus porvenires, saber qué piensa de tal o cual cosa. No hay dudas de que son fabuleros. Los mejores en ello. De tramas complejas, de odios de unos a otros, de millones de pesos que les deben o dilapidaron. También tienen la capacidad de hacer fácil lo difícil. Uno aprende con ellos que para todo siempre hay una solución y a la vez un atajo para resolver lo que fuere en el momento y con lo disponible.

Y qué van a hacer, si no hay un carajo a 50 kilómetros a la redonda. La ausencia hace lugar a la presencia. El puestero encuentra la veta para todo tipo de reparación, soluciones apuradas, provisorias permanentes, o incluso para apurar la respuesta a cualquier pregunta ante la falta de red 4G. Por ejemplo, cuál es el sentido del hombre en este mundo o si las pirámides de Egipto son un símbolo de la esclavitud. Ellos son sorteadores por excelencia. Sortean todo lo que se le interpone.

Y qué decir sobre los puesteros de la península (que no es península). Muy particulares ellos, muy particulares. Se distinguen. Pues el lugar los marca. Ese territorio los hace desarrollar saberes particulares, desempeñar trabajos específicos. Los hace relacionarse con ese paisaje y con ese brotar agua, tanto de arriba como de abajo, con esas picadas matacaballos, con las playas de canto rodado y algas pútridas, acantilados de boyas fluorecentes, bosques altos o achaparrados, pajonales y turba. Todo ello acontece y cala en sus modos de ser porque la identidad posa latente en ese espacio deshabitado.

* Esta expedición ha sido posible gracias a Estudios Patagónicos y sus integrantes. Roberto Hilson Foot e Ignacio Amalvy Degreef conocen como pocos estas latitudes y nos han transmitido sus mapas, historias y significados. Les agradecemos profundamente.

 

Gerónimo Hernánez

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