Siempre supe que era adoptado”, es lo primero que aclara Gastón, “y siempre fui un pibe feliz”, apunta con la misma intensidad. En el fondo parece como si quisiera justificarse ante sus padres, esa necesidad que lo incomoda hace años no tiene nada que ver con el amor y los cuidados que le han brindado desde que tenía casi tres años de edad.

Si hasta ahora no busqué a mis progenitores biológicos fue porque bajo ninguna circunstancia quería que mi vieja sintiera que yo tenía alguna duda o que me interesaba conocer a otra mujer para reemplazarla”. Gastón habla de su mamá con algo de nostalgia, la perdió hace apenas unos meses y la extraña todos los días.

El hecho que mi mamá ya no estuviese me hizo tomar el impulso que me faltaba. Lo primero que hice fue sentarme a hablar con mi viejo, quería que le quede claro que yo no estaba haciendo una búsqueda porque sintiera que me faltara algo, no; quiero saber de dónde vengo, cuál es mi origen, necesito cerrar una parte de mi historia que me parece que está inconclusa”.

La necesidad de Gastón no viene solo por el costado afectivo, en la charla se reconoce como una persona muy pragmática: “Estoy de novio hace mucho y ya estamos teniendo ganas de agrandar la familia, ¿sabés qué feo y qué raro es que un médico te pregunte si tenés antecedentes familiares de tal o cual cosa y no saber? Quiero saber todo. Eso también es parte de mi identidad”.

La Convención sobre los Derechos del Niño y otros tratados internacionales sobre derechos humanos reconocen el derecho de los niños y adolescentes a conocer su origen genético, su padre y madre biológicos, así como sus parientes biológicos.

Es un derecho de los niños y adolescentes solicitar a través de las administraciones públicas los documentos que les permitan acreditar su identidad.

Ese derecho se reconoce tanto a los niños y jóvenes adoptados como a los niños que desconocen la identidad de su padre o madre. La psicología infantil especializada considera que debe ser una obligación legal comunicar a los hijos e hijas su origen.

En los casos en que la madre se niega a dar el nombre del padre de su hijo o hija, bien por miedo, bien porque lo prometió, bien por vergüenza o para no sufrir el peso de las miradas y los reproches de las personas próximas (familia, amigos, compañeros de trabajo…), resulta harto difícil que el hijo llegue a saber algún día cuál es su historia familiar, cuáles son sus orígenes.

Si en las familias de niños adoptados se guarda a menudo un estrepitoso silencio, también en las familias de madres solteras se reproducen esas conductas. En ambos casos, el miedo está en la raíz del rechazo a remover el pasado biológico. Un miedo atroz que impide dar al hijo algo que le corresponde, que es su derecho a saber, a juzgar, a decidir.

Los niños y jóvenes que no ven satisfechas sus preguntas sobre su origen lo sufren como una amputación. Según el diccionario, amputar significa: “Cortar y separar enteramente del cuerpo un miembro o una porción de él”.

Según estadísticas realizadas por la agrupación “Missing Children” de Argentina, sobre el total de denuncias recibidas durante los años 2003/2006 sobre chicos perdidos, el 44,5 % habría desaparecido por “crisis de identidad”, siendo en su mayoría adolescentes de entre 13 y 17 años.

Asimismo, la agrupación de derechos humanos “¿Quiénes somos?”, integrada en su mayoría por personas a las que se le ha sido suprimida su identidad, y que ha venido llevando a cabo una ardua tarea, logrando 30 reencuentros durante el año 2005, ha solicitado la intervención al cuerpo legislativo a fin de garantizar el acceso a la información necesaria para recuperarla.

Los artículos 7 y 8 de la Convención sobre los Derechos del Niño establecen el derecho de todo niño a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos, en la medida de lo posible; poniendo en cabeza del Estado el deber de prestar la asistencia y protección apropiadas a fin de restablecer rápidamente la identidad de todo niño que hubiera sido privado ilegalmente de algunos de los elementos de su identidad o de todos ellos.

En consonancia con esta normativa de raigambre constitucional, el Estado argentino debe procurar obtener, conservar y proporcionar toda la información posible respecto de los nacimientos producidos en su territorio, para que la misma pueda ser utilizada por todas las personas que desconozcan o tengan sospecha respecto de su verdadera identidad. Del mismo modo, el estado debe prestar asistencia a quienes pretendan determinar la identidad de sus presuntos hijos, hermanos, nietos, padres y/o abuelos.

Desde el momento en el que nacen, los niños y las niñas necesitan forjarse una identidad. Para ello, el primer paso es inscribir el nacimiento en los registros públicos y de esa forma contar con un nombre y una nacionalidad. El registro civil universal es la base para que las personas accedan a todos los demás derechos. Además, el registro es un elemento esencial en la planificación nacional a favor de la infancia, porque ofrece datos demográficos sobre los cuales diseñar estrategias.

En Argentina, la inscripción al momento del nacimiento en el registro civil está garantizada en forma gratuita para todos los niños y niñas. Si bien no hay propiamente datos oficiales específicos al respecto, tomando en cuenta los nacimientos registrados y su anotación posterior en el registro civil, se puede estimar que el 90,7 % de los niños y niñas recién nacidos son registrados, hecho que implica el paso previo para obtener un documento de identidad. De vital importancia es la reglamentación de la Ley de Protección Integral a los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, que reconoció la obligatoriedad y gratuidad del primer documento nacional de identidad para todos los niños, niñas y adolescentes.

Es reprochable no reconocer de modo espontáneo la filiación

El nexo biológico implica responsabilidad jurídica, y quien, por omisión, elude su deber jurídico de reconocer la filiación, viola el deber genérico de no dañar y asume responsabilidad por los daños que cause a quien tenía derecho a esperar el cumplimiento de ese deber jurídico”. (arg. art.1074 C.Civ).

Mi mamá me tuvo a los 15 años y yo no vengo de un repollo. En aquel entonces el señor que me engendró era un tipo casado que ya tenía hijos, amigo de mis abuelos y jamás se hizo cargo del embarazo de mi madre”, cuenta Pamela.

Ni mis abuelos, ni mis tíos, ni mi mamá jamás hablaron de mi padre biológico, nunca. Lo poco que sé es porque fui atando cabos a medida que iba creciendo y algún que otro dato suelto que se les fueron escapando a lo largo de mi vida. Pero no tengo un nombre, un indicio, nada. Eso me frustra bastante”, y en la voz se le nota una mezcla de bronca y tristeza.

Pamela tiene hoy sus propia hija y como si el destino le tuviera guardada una jugada cruel, ella también es madre soltera: “odio ese término y me encantó cuando el Papa Francisco dijo que las madres no tienen estado civil, pero sí es cierto que me quedé sola. Mi caso es distinto, yo estaba en pareja y aunque el embarazo no fue planeado nunca creí que el resultado iba a ser este. Cuando le anuncié que estaba esperando un bebé simplemente cortó todo contacto conmigo”.

Pero yo no iba a dejar que mi hija tuviera la misma historia, ella tiene derechos y nadie se los puede sacar. Ella ahora es chiquita así que yo voy a luchar por lo que le corresponde”, afirma con una certeza nada sutil.

El avance de la ciencia, con el uso de los modernos métodos permite acreditar el nexo biológico con gran certeza, superando generalmente al 99% de probabilidad diagnóstica, y si se trata de posibilidad de exclusión podría alcanzarse el 99,9%. Con estos antecedentes, la jurisprudencia nacional ha otorgado derecho al hijo no reconocido para reclamar resarcimiento por el daño sufrido, considerando que debe tenerse por acreditado el perjuicio por la sola comisión del hecho antijurídico, consistente en la negativa a reconocer el hijo propio.

En el difícil conflicto entre dos derechos personalísimos de elevada jerarquía como son el derecho a la intimidad de la madre, y el derecho a la identidad del menor, deben conciliarse ambos aspectos teniendo en cuenta el interés superior del niño.

Pocas cosas le importan más al ser humano que saber, y saber quiénes somos es de las metas más fuertes que puede perseguir una persona. El derecho es tan fuerte que aquel que lo niega es tristemente necio.

Ya lo expresó, como nadie, el gran Jorge Luis Borges: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.

 

María Fernanda Rossi

Deja tu comentario