LOS YÁMANA Y LA MUERTE
No les gusta hablar de sus muertos y su repugnancia a ello es llevada tan lejos que no se puede obtener de ellos sino con gran trabajo el nombre de sus parientes y aun de su padre o madre muertos, lo que ocasiona serias dificultades o al menos la necesidad de cierta diplomacia, cuando se quiere indagar su filiación.
Este sentimiento explica sin duda su poca diligencia para dar un nombre a sus hijos. Saben perfectamente que el niño llevará el nombre del lugar de su nacimiento, pero no se deciden a aplicarle este nombre sino a la edad de dos años, cuando principia a andar. De esta suerte, si el niño muere en los dos primeros años, no tendrán que oír el nombre que les recordaría su pérdida. Es, sin embargo, difícil saber si esta costumbre oculta una superstición o simplemente la idea de evitar un pensamientos triste. Yo me inclino a darle esta última interpretación, porque a menudo he visto su actitud hacerse súbitamente grave y sombría desde que se hacía alusión delante de ellos a alguno de sus muertos, aun desde largo tiempo.
Jamás hablan de sus muertos, y sin embargo deben recordarlos a menudo, porque llevan duelo por mucho tiempo, bajo la forma de pinturas negras en la cara y una gran corona practicada en la parte superior de la cabeza. Algunas veces las mujeres, en recuerdo de los muertos de su familia, se ponen a derramar lágrimas y lanzar gemidos lastimeros, y esto sin ninguna causa exterior para explicar esa manifestación de sentimiento. En esta especie de culto por los muertos, o mejor en este recuerdo que se les conserva, hay una cuestión puramente tradicional, porque la muerte en sí misma no les infunde pavor. Yo he visto a hombres y mujeres, niños y viejos, manejar sin temor osamentas humanas exhumadas de sus tumbas, y hay buenas razones para creer, lo que los misioneros ingleses me han asegurado, que en el momento de la agonía, cuando el enfermo pierde el conocimiento, ellos lo ahogan apretándole la garganta para evitar mayores dolores, aun cuando se trata del padre o de la madre.
fragmento de UN AÑO EN EL CABO DE HORNOS de Paul Daniel JULES HYADES, 1885.