Nicolás Romano -nacido en 1951 y radicado en la provincia en 1983- es un escritor de Ushuaia que publicó el volumen de cuentos A Palo Seco a través de la Editora Cultural Tierra del Fuego en Julio de 2010. El 18 de Octubre de 2011 Romano recibió el primer premio del 1° Concurso Literario Banco de Tierra del Fuego por su cuento “El Encuentro”. En 2010 el Plan Nacional de Lectura publicó sus cuentos “Pisotón”, “Fuera de Borda”, “El Colorado” y “Un Pequeño Sol” en un ejemplar de distribución gratuita. En Diciembre de 2013 el Concejo Deliberante de Ushuaia le otorgó el Reconocimiento al Mérito por su labor literaria. En 2015 ganó el concurso Vidas urbanas con su cuento “El viejo de los perros”.
A continuación, el cuento “La Cinchada”, de Nicolás Romano

Achaparrado, como una mata más en la inmensa estepa patagónica, no se veía, pero algo, por el rabillo del ojo, me hizo girar la cabeza y frenar con violencia para salir de la ruta. Ante la sorpresa por la maniobra, el susto y el grito de mi mujer que me veía pisar la banquina y vueltear hacia el sur, un chico le dije, me pareció ver del otro lado del alambre, algo así como un chico.

Fue desandar doscientos o trescientos metros y… ahí está! exclamé, mientras detenía el auto. De lejos aparecía y desaparecía. Esa cabecita bien hubiera pasado por un bicho cualquiera apenas asomada entre la maraña de arbustos.

Mis tres pibes me siguieron sin saber a qué ni adónde y entre todos maniobramos los hilos del alambre para poder pasar. Habrán sido veinte metros esquivando matas, y ahí estaba, sentado en medio de un claro de arena incendiado por el sol.

El niño apenas si nos miró un segundo pues el esfuerzo le insumía toda su atención. Cinchaba, ahí todo su empeño, tironeaba a dos manos de un pichi que mantenía aferrado por la cola. El animal, que otros llaman armadillo o tatú y los araucanos, según sus libros sagrados “el ayudante de Dios para remover la tierra”, con las pezuñas clavadas en ese suelo arenoso, forcejeaba en sentido contrario. Era una cinchada a muerte, o a vida.

Ese hombre pequeño no tendría más de siete años. El sudor le perlaba la frente y una pátina de tierra en las mejillas resaltaba dónde habían cavado las lágrimas, pequeños glaciares ardientes, en su retirada. Niño cazador cazado en ese duelo, en esa dialéctica perversa de la necesidad impuesta a palos. Tironeaba el pichi hacia donde el sol caía en esa hora en que está por esconderse, como queriendo él también ocultarse del otro lado de la tierra, y el chiquito hacia la dirección opuesta, para no hundirse con el sol o para que éste, en su caída, no terminara de aplastarlo.

Persistía el calor y todo el instante parecía durar siglos, quién sabe cuántos llevaban tironeando, quien sabe cuántos siglos más duraría ese momento, mientras la luz comenzaba a pintar el mundo de dorado. Inmensa soledad del niño, casi un arbusto más en la estepa gigante, en el silencio.

Me había sentado a su lado esperando conocer el nombre, si podía ayudarlo, el lugar dónde vivía, cómo había llegado, cuando encargué a los pibes que acercaran agua y galletas que cargábamos en el baúl del auto.

Desde el centro de ese claro, casi a ras de la tierra desnuda, sitio exacto donde naufragaba la infancia, todo parecía más alto. Quilimbay, colapichi, neneo, molle, uña de gato, todas las especies cercaban ese espacio, como un ejército de soldados con sus espinas en alto. Más allá y antes de la ruta, el alambre de púas cerraba el anfiteatro. Como una tregua, como a propósito, no soplaba una pizca de viento dejando en absoluta quietud las matas de coirón que salpicaban la zona, de meros, inmóviles testigos. Conjugación de astros para que el destino de un “nadie” no vaya a desmadrarse y siga siendo para siempre, eso, un nada, de naides.

Comenzó a devorar las galletas sin dejar de mirar al pichi, sin soltarlo. Luego habló muy de a poco. Primero dijo el nombre y enseguida “mi papá me dejó acá”… Una lágrima grande y redonda como el mundo crecía sin caerse de su lagrimal y en ese pequeño universo líquido todo el cielo se reflejaba caído para abajo. Pensé en el océano salino de esa lágrima donde él y todos podíamos ahogarnos.

Más adelante, veinte o treinta kilómetros al norte, en el valle del río Senguer, estaba Colonia Sarmiento, el próximo poblado. De allí dijo ser el niño. Y luego… “mi papá viene a buscarme”. Eso me paralizó cuando decidía llevarlo. Imaginé la búsqueda del padre y una posterior pateadura soberana. Allí quedó luego de familiar debate, ese niño cazador cazado, con su infancia al hombro hecha pedazos.

Entramos en Sarmiento y preguntamos, con nombre y apellido, por el viejo de ese chiquito que un poco más al sur se debatía entre arbustos. …Ah!… fulano…sí, el alcohol, los doce o catorce hijos.

Hoy, después de dieciocho años, no puedo dejar de pensar en los pibes que puedan andar por ahí perdidos, peludeando y a veces me despierto por las noches con el sueño donde estamos con él, sentados en aquel claro de la estepa, y, agarrados de la cola de aquél pichi, todavía tironeamos, mientras en una lágrima del tamaño de una aguada, se despeña todo el cielo para abajo.

 

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