Adrian Pinto (Río Grande, 1982). Músico, isleño inmigrante, ensayista y poeta improvisado; anarquista, bebedor de cerveza, expropiador sin astucia, lector ineficaz. No se le conoce oficio. Actualmente reside en la ciudad de Mendoza.
¨Cualquiera que haya pasado algún año o algunos años afuera de la isla sabe de lo que te tira. La isla tira como tira la soledad y los propios deseos¨,comenta Adrian, hablando sobre Tierra del Fuego.
Poemas:
No soy
Todo lo que no fui
O fui
Todo lo que pude ser
Todo lo que perdí
Es lo que no soy
Y si faltaba algo
Para dejar de ser
Sos vos
lejana
sin poder saber que aquí no estoy
y mi no ser se marchita en silencio
mientras miro el día
sin estar en él.
De soslayo
Ya la parra silvestre se enverdece y es noviembre
Todo alrededor anticipa un proyecto de frutos
Todo aparenta repetir un camino
Conocer su meta
no aspirar a más
Ni quejarse del hartazgo.
Quizás yo también he llegado a un límite
En el que todo se vuelve a repetir
siempre hasta el mismo punto:
hasta que declina el otoño de un día
la noche oscurece el horizonte
para mañana otra vez, volver a ser inalcanzable.
Quizás lo que pude y lo que quise
No se tocaron, ni se tocarán
O me excedí y dejé atrás lo que me correspondía
No lo sé, no lo sabré…
Aún al árbol caído le crecen flores en el soslayo
Como si estuviera obligado a servir
Como si al tiempo le costara más hacer desaparecer
que dar una oportunidad.
Así, de regreso ya a una vida de placeres infantiles
Hago con un sueño que me crece en soslayo
Los motivos de una canción desenfadada.
Puede que en la sombre del día el sol no sea tan quemante
Y no hay nada que no esté dispuesto a resistirlo
Pero achicarse para quedar entre los otros
parecido a una débil respuesta a un mundo quemante
tiene el hallazgo de lo impropio
de lo que nunca va a ser de uno
y es favorable que así sea
o quita el peso pernicioso
de lo que no se merece.
Ensayos:
VOLVER A LO CONTINGENTE NECESARIO
Cuánto de lo que es contingente se ha vuelto necesario? Esta transformación, cada vez más arraigada, se la puede adjudicar directamente al consumo. Es que la propaganda, en apariencia, ejerce una fuerza psicológica que lo vuelve a todo pasivo, o nos ganan por cansancio. Pero hay algo aún más fuerte que la propaganda y el consumo, el hábito.
El hábito es una especie de repetición posesiva de una continuidad sin fines específicos. Y a pesar de que se intuye fácilmente, por ejemplo, de que son necesarios los hábitos saludables para vivir mejor, o son “necesarios” algunos hábitos, justamente él, es lo único que no es necesario. Aunque una vez en ejercicio, él se torna necesario por oficio, y es tan difícil de desarraigar, que intentarlo, le pertenece a una especie de enemistad con uno mismo. Tanto así, que ni siquiera necesita de un control externo, él es una actividad dirigida por una fuerza mayor que las fuerzas de coacción que lo rodean, y desobedece cualquier tipo de valoración positiva o negativa. El hábito es un poder autónomo tan presente como la materia de sus acciones. Crece con el tiempo, hasta volverse incontenible.
El hábito contiene una característica que de tan esencial, casi lo enmarca por completo, ella es la siguiente: el hábito carece de toda clase de creatividad, incluso, se podría decir que ella es su antagonismo. Si en el origen fue ocasionado por una intención o un gesto creativo, después de un par de repeticiones comienza a cobrar la forma de la hosquedad, de redundancia obscena. Es el hábito, uno de los principales agentes en la transformación de lo contingente en necesario. Puesto que al volverse independiente del presente y la deliberación de su razón de ser, el individuo o grupo acuden a él como se acude a una prótesis, provocada por la eximición a su falta de creatividad.
Lo que se “vuelve necesario” lo hace a partir de una condición esencial, deja de poder sufrir sustituciones. No se puede sustituir comer por beber, o dormir por andar en bicicleta; sin embargo se puede sustituir mirar televisión por leer un libro, andar en bicicleta por andar en automóvil y así. Las acciones necesarias no tienen sustitución, las contingentes sí. Pero probablemente quién tenga arraigado el hábito de manejar autos, postergue hasta el infinito sustituirlo por otro medio de transporte, aún aunque se incurra en deudas impagables para arreglar el coche, se perjudique la propia salud debido al tedio, el stress y las crisis nerviosas que provocan los embotellamientos, o se malogre el cuidado de la atmósfera. aunque la ejecución de un hábito acaree consecuencias solo negativas, él ya es un hábito.
Podríamos enumerar cantidades de hábitos que cumplen con esta función deformante de volver a lo contingente necesario, pero hay uno específico que quizás sea el más dañoso de todos. Aquel hábito de intentar copiar los hábitos ajenos. aquí, este giro, de lo contingente hacia lo necesario, involucra una profunda desvalorización de la propia creatividad, a cambio de una contingente imitación de la falta de creatividad de otros. Y si un hábito es tan ordinario y tan común que apenas se puede poner en análisis, el hábito de copiar el hábito de los demás, le da una expansión que lo vuelve inconmensurable ¿a quién se le puede “acusar” que cumple con el más común de los hábitos? Corremos el riesgo que se nos acuse de críticos culturales.
Así las cosas, nos detendremos por el momento aquí, para seguir con el mismo tema en publicaciones siguientes, dejar las cosas a medio hacer, se nos va haciendo un hábito. Continuaremos.
LA LUCHA PERDIDA
Puede ser que las máquinas operen con más fuerza que una persona de carne y huesos, como pueden ofrecer un servicio de seguridad o vigilancia más acaparador. También conquistan una eficacia mayor en la ejecución de programas asignados, y obedecen sin deliberación a una actividad dirigida remotamente. El mundo de lo automático es un mundo paciente, que se sabe suficiente, y espera la orden para ocupar un nuevo lugar en la satisfacción de ocasionales “necesidades”.
Es cierto que las máquinas han otorgado comodidades y ocios hasta hace poco desconocidos. Al final, sea como fuere, la máquina no ofrece otro servicio que el de hacer labores que antes estaban en manos de los imperfectos trabajadores, aquellos que tardaban una generación entera, en comprobar alguna mínima mejora en sus oficios.
Es por eso que junto con la “necesidad” de producir excedentes nace la máquina, la única consecuente con los deseos de la época. Y luego, satisfecha la necesidad de producción de excedentes, junto a las incipientes mejoras en su almacenamiento, como un destino incontenible, surge la industria. A esta altura ¿qué podían hacer los circunstanciales propietarios de la tierra? asociarse con la emergente autoridad económica industrial era más rentable que la posesión de sangre azul, o una adjudicada predilección divina.
Con todo, la máquina se iba abriendo camino y en ese nuevo sendero, los costos y la producción correteaban alegres tomados de las manos. Los esclavos devenidos asalariados ya no estaban igualados por la miseria, ahora los asemejaba un poder de adquisición, adquisición de productos industriales. O sea, un poder que empoderaba más al industrial.
Las máquinas, que en un principio ocupaban un espacio específico dentro de las fábricas y el campo, de a poco comienzan a crecer, y su nueva valoración irá impidiendo la circulación de tanto empleado. Con un capital acumulado, el refinamiento de las máquinas para una producción continua, fue logrando resultados cada vez más eficaces: un producto barato, puede ser adquirido hasta por un desempleado.
Hoy, cinco operarios son suficientes para controlar la calidad y “dar una mano” en el almacenamiento de millones de objetos generados por la producción automática. La acumulación de capital se ha inclinado tanto para un solo sector, que en un falso remordimiento este se ha vuelto solidario, nos entretienen, nos ofrecen divertimento a bajo costo, para que nadie se sienta dispar y envidie la capacidad de divertirse del vecino.
Las calles se llenan de desesperados, la desorientación es general. Falta cada vez más trabajo. Faltan cada vez más empleadores. El horizonte parece haberse detenido. En los supermercados la industria se regocija viendo las colas de adquisidores, que ocultan la pérdida de su poder adquisitivo, pidiéndole a los bancos que paguen sus incansables demandas. El suelo está alfombrado de agrotóxicos industriales. La cosecha automatizada ya no necesita ni de los pobres golondrinas. El mundo está lleno de gente necesitada, y somos demasiados. Para los industriales las máquinas son del destino. Ellas controlan la demografía humana, empujándola a la enfermedad, la inanición y el abandono.
Algunos, resignados, venden lo amasado por sus propias manos, como regresando a un tiempo sin máquinas. Otros, sienten en su interior un animal odioso que acecha a las impotencias traídas por la civilización. También hay quienes arguyen que “el país genera desconfianza para los inversionistas extranjeros”, todo indica que el futuro, es encontrar un lugar cómodo y seguro, para las nuevas máquinas.
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