Le cerramos la boca a los envidiosos y a los cobardes. Por más que las olas y las tragedias hayan golpeado nuestras naves, surcamos el mar por el bien del mundo y llegamos al archipiélago de las Molucas para llenar nuestras bodegas de clavo, arroz, canela y ámbar.

Durante tres años de vida flotante, recorrimos ilimitados paisajes de cielos y mares. En esa terrible libertad, luchamos contra salvajes y soportamos recias conspiraciones; en esa terrible desolación, se nos abrieron heridas y perdimos dientes por culpa del escorbuto. Largos años viendo morir de sed y hambre a muchos compañeros; escuchando el ruido de nuestros cañones cuando con rigor vengábamos a los asesinados; creando tumbas en la tierra y en la salada agua; besando la sagrada cruz, implorando ser más bizarros; cruzando océanos extraños donde rugen turbias olas y huracanes, donde aprendimos a confiar en Dios y a dejar los odios de lado.

Y después esos tres años, hoy, 8 de septiembre de 1522, regresamos al suelo de España, al puerto de Sanlúcar de Barrameda; no los 275 hombres que partimos juntos en cinco naves, sino apenas 18 sobrevivientes, los restos deshechos de aquella famosa expedición.

Una de nuestras glorias fue descubrir ese ancho mar que separa América de la Tierra del Fuego, el Canal de Todos los Santos, como lo bautizó Magallanes, y demostrar que hacia el oeste el mundo no se acaba.

El emperador Carlos V con sus propias manos me está entregando a mí, Juan Sebastián Elcano, un escudo de armas que tiene un globo terráqueo en cuya cimera se puede leerse: Primus circundadisti me.

Todavía siento que las olas me golpean.

 

Fede Rodríguez

 

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