Durante una época trabajé en
una funeraria. Mi trabajo
consistía en conducir ataúdes a la
casa de los muertos para que allí
los ocuparan siguiendo respetuosamente las
leyes de la descomposición.
Yo cantaba al volante del negro furgón y eso era
mi particular manera de estar integrado a la liturgia.
Yo era joven y entraba silbando a la
casa del difunto
y hasta me daban propinas y muchas gracias muchacho
por andar alegremente vivo y por
habernos hecho comprender súbitamente
que un muerto es la cosa más abstracta del mundo.
de Joaquín O. Gianuzzi (Buenos Aires, 1924 – 2004).
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