Lo hacía siempre cada vez que entraban a un estadio o a la FIFA o a un restaurant, pero esta vez no entendía por qué. Ingresó a un bar y vio que él levantaba la mano. Levantó la cabeza y no había nadie. Le preguntó: “¿A quién estás saludando si no hay nadie?”. Entonces, su padre le dio una breve clase sobre su carisma: “Vos saludá, que alguien, seguro, va a pescar el saludo”.

Humberto Grondona, de 56 años, mientras golpea con la palma de la mano los mosquitos que deambulan por Sarandí, en el banco de suplentes de Arsenal, sonríe, mira hacia una nada nostalgiosa y elige esa anécdota para explicar por qué su papá, Julio Grondona, era un tipo distinto. Es decir, sus historias están signadas por quien fue presidente de la AFA desde abril de 1979 y el vicepresidente de la FIFA desde abril de 1988.

–¿Cuánto opinaba su madre de fútbol?

–Le interesaba mucho el fútbol. Lógicamente, le tenía que gustar porque eso era acompañar a mi padre. En las primeras épocas no lo hacía tanto. Después, con el tiempo, cuando mi padre llegó a la FIFA y a la AFA, participaba más. Mamá veía cosas puntuales. Al final siempre tenía razón.

–¿Cuándo le regalaron su primera pelota?

–Cuando cumplí un año. En mi familia era inevitable tener una pelota. Vivíamos en un club. Todos los días, hasta las once de la noche, era estudiar y jugar.

–¿Cómo era su padre en función de la escolaridad de ustedes?

–Me castigaba cuando traía una mala nota. Mi papá no me llevaba a ver a Arsenal. Un día, en Central Córdoba, yo le gritaba desde un balcón y no me dejó ir porque me saqué un uno. En el estudio, era muy duro. Sacarme la cancha era lo peor que me podía pasar.

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