Nota de Leandro Vesco para La Nación
Con fotos de Alejandro Guyot
Ubicado en la Isla Leones, en Chubut, tiene una vista de 360 grados de la costa patagónica y el océano Atlántico
Trémulo y solitario, en el punto más alto de una isla casi inaccesible, con precarios atracaderos, sobre todo desafiante aún permanece de pie el misterioso faro de la Isla Leones. Estuvo activo apenas 51 años y, en 1968, la Armada decidió desalojar a los doce torreros que quedaban aislados sin posibilidad de salir durante un año. Quedó abandonado y decidieron reemplazarlo por uno nuevo.
El Faro San Gregorio fue puesto en servicio el 17 de mayo de 1968, está frente a la isla Leones, en la bahía del mismo nombre, descubierta en una expedición española en 1746. Su haz de luz tiene un alcance de 26 kilómetros, se trata una torre de hormigón de nueve metros de alto. La Armada argumentó en esos años que lo construía por lo dificultoso que resultaba llegar hasta la isla para hacer el recambio de dotaciones, que se hacía en chalupas (pequeñas embarcaciones). El faro nunca fue tripulado y en la actualidad se alimenta con paneles solares, como muchos de los faros de la costa argentina.
“Todos los que entran sienten que alguien o algo quedó dentro de estas paredes”, dice Viviana López, guía de Viento Azul, el operador que navega hasta la isla.
Ruidos extraños, gemidos indescifrables, objetos que se movían sin razón y presencias que se iluminaban y desaparecían. Así recuerdan sus experiencias allí los antiguos torreros de las dotaciones. Su fama, bien justificada, de faro maldito lo vuelve uno de los puntos más atractivos en la caprichosa y accidentada costa chubutense al sur de Camarones.
Todo lo que lo rodea está tenido de la bruma del misterio. Es el otro faro del fin del mundo, menos conocido, aunque ocultado por un archipiélago cargado de peligros que exige una consumada destreza marinera para desembarcar.
“Se repite el número 11″, dice López. El faro tiene once lados y once vértices, un perfecto polígono undecágono. El sistema de iluminación se alimentaba de tubos de acetileno. En 1968 la Armada decidió desalojar el faro. En uno de los pasillos en su interior quedaron los últimos tubos. ¿Cuántos son? Once. ¿Cuántos metros hay entre la base y la cúpula de metal? Once.
“A todos les sorprende el silencio”, señala López. A pesar del abandono, la estructura del faro se ve sólida. En lo alto de la isla, a unos 80 metros sobre el nivel del mar, siempre estuvo a merced de fuertes vientos. El agua dulce fue un problema, un sistema de canaletas aprovechaba el agua de lluvia, escasa. Se ven pequeños galpones y casillas, una es una caballeriza. En cada uno de sus lados, una ventana.
Costa patagónica
La vista es de 360 grados a la costa patagónica y al océano Atlántico. La torre metálica concentra la atención, allí estaba la óptica (traída desde Francia, hecha por la firma Bénard-Barbier-Turenne) proyectaba un haz de luz de tres destellos cada diez segundos, tenía un alcance de 50 kilómetros.
“Silencio”, pide López al entrar. “Por respeto a todos los hombres que trabajaron en condiciones tan extremas”, agrega. Cuando abre la puerta del faro se entra a una galería, una segunda pared de metal sirve para aislarlo del viento y el frío, y dentro está el corazón de la estructura, bajo el amparo del acero remachado. Seis habitaciones se distribuyen alrededor de un gabinete central de metal donde está la escalera caracol que lleva a la torre y a la óptica. Hoy la puerta está cerrada con cadena.
El aire es espeso, y el silencio habitado por uno tenso, los rayos de sol que logran penetran iluminan partículas de polvo que flotan como pequeñas estrellas y que siguen caprichosos movimientos. Cada habitación parece haberse desocupado hace minutos, pero quien lo hizo dejó las puertas cerradas. Se ven colchones, y camas, algunas sillas, mesas de luz, hay desorden. En las paredes señales de marineros y expediciones de todo el mundo que han visitado el lugar, con elementos punzantes han escrito el acero.
La cocina es la muestra de que el lugar tiene vida: azúcar, un paquete de yerba, algunas botellas de vino y caña, vasos, ollas y cubiertos. “No vive nadie”, asegura López.
Comienzan las historias. Se habla de un hombre que quedó solo en el faro y que ofrecía hospedaje a los marinos. El servicio solo ofrecía techo y un colchón, de los que usaban los antiguos torreros y la posibilidad de alguna comida. Circula en Camarones la copia del libro “Invasores al Faro” de Jorge Horat, el autor recoge las vivencias personales, algunas espeluznantes, de los atribulados habitantes del faro.
Por vergüenza, asegura el autor, ninguno da su nombre y apellido, solo las iniciales. En muchos casos son los hijos quienes hablan, sus padres no querían volver a tener ninguna vinculación, ni siquiera en el papel, con el faro que los atormentó. Aquí algunos pasajes del libro:
- “Testimonio de P.G.: Nunca lo podré olvidar, era plena noche de “mufa” (así llamaban a las noches de niebla”) cuando vi una cosa cerca del aljibe, parecía un hombre agachado, pero por la bruma no lo pude distinguir, esa cosa se llenó de luz como una lámpara incandescente e inmediatamente se desvaneció contra la pared”
- “Testimonio de C. R: Mi tío Francisco siempre comentaba la vez en donde todos los miembros de la dotación estaban en la mesa del comedor, cuando comenzaron a escuchar fuertes golpes en la pared del recinto, provenientes del exterior, luego de unos minutos cesaron completamente y cuando todos -sin excepción- salieron al exterior no hallaron absolutamente nada que pudiese haberlos provocado. Cuando entraron, todas las ollas, sartenes y jarros que se hallaban colgados en la cocina, cayeron de golpe”
- “Testimonio de F.T.: En las noches de viento se percibían sonidos misteriosos e indescifrables, estremecedores lamentos, extraños murmullos que subían y bajaban de tono. Todos terminaban durmiendo con la pistola 45 reglamentaria, sin seguro y con la bala en la recámara”
- “Testimonio J. M.: Contaba mi cuñado que en una de esas noches de bruma en el océano vieron una fuerte luz que se iba acercando, se elevó y a gran velocidad se adentró en la isla y se les vino encima, luego desapareció. Fue una situación muy angustiante para ellos”
Los relatos continúan, y uno en especial merece la atención. La narra “A.Z” miembro de la penúltima dotación, y con cuarenta años de servicio como terrero. “Debí ser testigo del que considero el punto culminante de los extraños sucesos en el Faro, vi cómo los bancos de tropa, de pesada madera, se desplazaban de una punta a la otra”, recuerda además la negativa de los hombres a aceptar el destino, sopena de recibir la baja en la fuerza.
Luego de estas dificultades, al año siguiente la Armada decidió desalojar al personal e instaló frente a la isla, en el continente, el Faro San Gregorio, que actualmente está en funcionamiento, pero sin presencia humana.
Meses después de estar clausurado, un grupo de hombres subió hasta el faro de Isla Leones y encontró las puertas abiertas: carpetas, libros de actas y guardias, elementos de cocina, todo estaba desparramado por el piso.
La naturaleza manda
En la actualidad ya no existe ninguna luz en el faro y la naturaleza es la que manda, los leones marinos, pingüinos y las aves son los únicos habitantes de esta isla que forma parte del Parque Interjurisdiccional marino costero Patagonia Austral, y del portal Isla Leones de la Patagonia Azul, un proyecto de la Fundación Rewilding que impulsa la costa chubutense como un destino único. A través de un recorrido por la mítica ruta 1, la única costera del país, une diferentes portales donde se develan los secretos de un territorio desconocido, salvaje y en estado de pureza.
La navegación hacia el faro y a todo este universo de islas, se hace desde la Bahía Arredondo, allí Rewilding tiene el camping del mismo nombre con salida directa a un mar de aguas híper cristalinas donde se practica buceo, el lugar tiene seis sitios de acampe, baños secos, un fogón comunitario y el refugio “Puesto Julie”, es libre y gratuito.
El acceso al mar y a todos los senderos es posible porque la Fundación compró las tierras de la Estancia El Sauce y habilitó el paso hacia un territorio antes vedado. Liberando las tierras de alambrado y hacienda, regenerando el pastizal nativo, y permitiendo la convivencia natural de especies del lugar, como el guanaco, el choique y el zorro.
“Nadie podía entrar, ahora es de libre acceso”, resume María Mendizábal, Coordinadora de Desarrollo Turístico de Patagonia Azul. Su objetivo: hacer conocer una belleza olvidada para recuperar la calma y el enamoramiento directo con el mar y su costa.
“Tenemos que tener condiciones óptimas, sino no podemos entrar”, asegura el capitán Leandro Juanto de Viento Azul. La navegación hacia el faro se hace en mar abierto, de un tono profundamente azul y cristalino, tanto que en un tramo desde las profundidades se ven manchas negras y blancas que parecen venir de todas direcciones, son toninas que se sienten atraídas por el motor de la lancha. Alrededor de 60 islas salpican esta costa dentada, algunas son amenazantes rocas puntiagudas que emergen del abismo.
“¿Imaginate hacer todo esto en embarcaciones a remo?”, se pregunta el capitán, refiriéndose a al viaje que tenían que hacer los torreros. A lo lejos, una columna desafía el vendaval. “Ahí está”, la señala. Es el Faro. Para llegar es necesario pasar por el islote Rojo, la isla Sudoeste y la Buque, en una caleta se ve un atracadero y una vieja casa de madera. Una colonia de lobos marinos ruge y en estampida recibe a la embarcación.
En 1847, un grupo de franceses instaló una grasería de leones y pingüinos para producir aceite y venderlo a las embarcaciones. En ese mismo momento, en el otro extremo de la isla, los ingleses trabajaban el guano. Hasta el siglo XX no hubo argentinos en la isla.
“No se llevaron muy bien”, dice López, los franceses con los ingleses. La pequeña isla de apenas 3 kilómetros de ancho por 2 de largo (tiene 513 hectáreas) siempre provocó discordias. Fue descubierta en 1745 por los sacerdotes Quiroga y Cardiel y la bautizaron Barela, pero luego pasó a llamarse Leones por el rugido de estos animales marinos que emulan al felino de la selva. En la Caleta de los Franceses el viaje finaliza. Aquí es la entrada oficial a la isla. El faro, omnipresente, se ve en lo alto de un cerro. “Parece como si nos estuviera mirando”, dice López.
Una playa de canto rodado, estrecha, enseguida deja paso a la vegetación típica patagónica, un pastizal dorado y espinoso lo cubre todo, la desolación es total, al menos físicamente no hay humanos. Una falúa (embarcación de madera) quedó allí como si hace unos minutos alguien la dejó lista para salir. Inquieta y molesta la presencia de moscas e insectos voladores.
El método para cargar materiales y provisiones al faro necesitó de una trocha que sube hasta sus pies, un caballo pampero hacía mover la carga, y para descender la carretilla de metal, usaban la gravedad. Una colonia de pingüinos magallánicos vive aquí. Un desdibujado sendero conduce a los pies de la misteriosa construcción. “Es nuestro tesoro”, confiesa López, señalando con su mirada al faro y al mar.
Por Leandro Vesco para La Nación