En el extremo austral de la Patagonia, cuando el viento arrecia y la escarcha dibuja filigranas en las salinas, hay quienes llegan de muy lejos buscando refugio. Son pequeñas aves que vencen distancias impensadas para instalarse, cada invierno, en el estuario del río Gallegos. Lo hacen como parte de un ritual ancestral que, en silencio, transforma la costa en un escenario privilegiado para la vida silvestre.
Desde abril y hasta agosto, este humedal costero se convierte en un punto de encuentro para aves migratorias de distintas latitudes. Algunas llegan desde la estepa andina, otras desde la lejana tundra ártica. Y todas encuentran aquí abrigo, alimento y descanso.


Un refugio bajo cero
Catalogado como sitio de importancia internacional por la Red Hemisférica de Reservas para Aves Playeras (WHSRN), el estuario recibe cada año más de 20.000 ejemplares de aves costeras. En invierno, muchas de ellas no están de paso: vienen a quedarse.
Una de las más emblemáticas es el chorlito ceniciento (Pluvianellus socialis), un ave pequeña y discreta, con iris rojo y patas rosadas, endémica de la Patagonia Austral. Se estima que quedan menos de 1.500 individuos en el mundo, y el estuario de Río Gallegos concentra más del 10 % de esa población durante la temporada invernal.
También llegan los Macá tobianos, provenientes de lagunas de altura en la meseta del Lago Buenos Aires. Especie en peligro crítico de extinción y emblema de Santa Cruz, encuentra en el estuario un remanso ante el hielo y los vientos del interior.
El Ostrero Austral (Haematopus leucopodus), el Chorlito Doble Collar (Charadrius falklandicus), la Paloma Antártica (Chionis alba) y el Chorlito Ceniciento (Pluvianellus socialis), también “hacen un lugar en su agenda y visitan la costa.

Migrantes de largo aliento
Junto a estas especies residentes o regionales, el invierno trae también visitantes del hemisferio norte. El playero rojizo (Calidris canutus rufa) recorre más de 15.000 kilómetros desde el Ártico canadiense hasta las costas australes.
“Es impresionante la cantidad de aves que convive en el estuario en esta época. Cada marea baja deja al descubierto un verdadero festín de invertebrados marinos que estas especies aprovechan para alimentarse y recuperar energía”, explican desde la Asociación Ambiente Sur, una de las organizaciones que impulsa su monitoreo y protección.

Una ventana para mirar distinto
Desde la costa, con binoculares o simplemente observando en silencio, se puede ser testigo de esta biodiversidad en pleno despliegue.
Como resultado de estos constantes movimientos, más la presencia de las aves que residen anualmente en la zona, el elenco de la avifauna local es muy variado y de diferente composición dependiendo del momento del año.
Lejos de apagarse en invierno, el estuario se activa con una vitalidad que no siempre se percibe a simple vista. Su belleza no está en el bullicio ni en el colorido, sino en la resistencia. Cada ave que lo habita encarna una historia de viaje, de adaptación y de supervivencia.
Y también nos habla a nosotros. De la importancia de preservar estos ecosistemas, de aprender a mirar con otros ojos. De entender que incluso en los meses más duros la vida florece.