San Gregorio –patrono de los estudiantes, los músicos y los fabricantes de botones– es el nombre de un establecimiento ganadero fundado a fines del siglo XIX por José Menéndez. Ubicada sobre las costas del Estrecho de Magallanes a 120 km al este de Punta Arenas, esta estancia –cuyos edificios de ladrillos, madera y zinc fueron diseñados por un arquitecto francés– tuvo su auge entre los años 1910 y 1930. Entre sus edificaciones encontramos el galpón de esquila, la grasería, el invernadero, el baño de ovejas, la herrería, las bodegas, las casas para el administrador, para los capataces y para los peones, la cocina, la proveeduría, la capilla, la enfermería, la biblioteca, la sala de juegos, el teatro, un muelle propio y el ferrocarril. En los años 70’s, sin explicación, dejó de estar activa.

Hoy en día está en un estado tal de abandono que parece un pueblo fantasma o el escenario perfecto para filmar un western patagónico de época. Al entrar al galpón de esquila, lleno de cueros viejos y lana sucia, uno tiene la sensación de que en ese lugar hasta ayer se estuvo trabajando. En las canaletas del matadero, usadas para encausar los desperdicios de los animales sacrificados y arrojarlos al mar, todavía hay sangre seca.

Con el correr del tiempo y el paso de los visitantes, empezaron a contarse historias acerca de espíritus y hechos paranormales. Hablan del espectro de una anciana que espía tras los cristales rotos; de puertas y ventanas que se abren y cierran solas; de formas humanas indefinidas que al ser fotografiadas se ven como manchas grises; de una sala donde las muchachas tocaban el piano en los atardeceres y donde todavía se escucha, mezclado con el viento, el eco de tristes melodías.

Una vez, acodado en la barra del bar Austral de Río Grande, conocí a Jano Vidal, un ovejero oriundo de Puerto Edén. Mientras bebíamos me contó que veinte años atrás, en una noche de verano, tuvo que refugiarse con sus animales en San Gregorio. Desensilló el caballo, dejó que los perros buscaran un lugar apropiado para el descanso, y se acostó sobre unos cueros que olían a infierno, cubriéndose con su viejo poncho. Pasada la medianoche sintió que la manta le era arrancada de golpe. Se despertó con el corazón en la boca, pero no vio a ninguna anciana; vio a una mujer joven y bella que llevaba un niño en brazos. Después de unos minutos no sintió más miedo y los fantasmas desaparecieron.

Don Jano dice que ha vuelto a pasar pero solo por la mañana, cuando el pasto está pesado de rocío, y que siempre sus perros aúllan y se les erizan los pelos delante de la casa donde intentó dormir. Nunca pudo olvidar esa noche horrible ni al niño besando a la madre ni el sonido de esos besos.

 

Fede Rodríguez

 

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