Un impresionante silencio rasgó el cielo de Washington cuando Emma González procedió a leer los nombres de las 17 víctimas de la matanza de Parkland.
La música, los discursos y los gritos de cientos de miles de personas llegados de todo el país cesaron en un repentina proclama que exigía un «nunca más». Otros compañeros de los fallecidos exhibían, con doloroso recuerdo pero orgullosos, las caras dibujadas de sus héroes.
Una nube de dedos exhibiendo la «v» de la victoria se alzó improvisadamente durante los seis minutos y veinte segundos del prolongado homenaje, enlutada remembranza del tiempo que duró la imborrable tragedia.
Todos comparecían para hacer buena su muerte, con la fortaleza de haber empezado a cambiar la historia de Estados Unidos.
Sí. Frente al escepticismo de una opinión pública entregada a su desnortada inercia de acumular miles de cadáveres al año bajo las balas, también en los colegios, los jóvenes de Parkland confirmaron hoy que están variando el rumbo de la nación.
En la movilización juvenil, por definición, hay mucho de sueño. Pero la realidad también se ha abierto paso.
Florida, uno de los estados tradicionalmente más favorables a las armas de fuego, acaba de dar un giro a su tradición y su cultura endureciendo la revisión del historial de los compradores y elevando la edad mínima para adquirir una semiautomática, de los 18 a los 21 años. Armará también a algunos de sus profesores, aunque no sea ésta una demanda del movimiento ni de quienes rechazan por principio la presencia de cualquier arma en un centro educativo.