La cena
– ¡Qué ricas piernitas! ¡Qué bracitos gordos! Me lo comería entero…
En 1936, Irene apareció errando cerca una estancia chilena. La huérfana había sido criada por un anciano sordo, que agradecía no tener que escuchar el sonido del bosque creciendo.
Falleció el anciano y no sabemos cuánto tiempo vivió sola. Sobrevivió en el bosque gracias a la carne y el calor que le daba su perro.
La recogimos con un poco más de doce años, esperando que pueda ayudar en la casa principal. Su mansedumbre cautivaba.
No era india del todo. Tenía pestañas bien dibujadas, nariz gruesa, ojos negros llenos de brillo y una boca pequeña que dejaba escapar escasas palabras. Era poco agraciada y tenía piernas de hombre.
Cocinaba de maravillas, pero era lenta. Explicarle algo era como hacer fuego bajo la lluvia.
Rezaba a dioses que nos hacían acordar a otros dioses.
Sin razón, cuando degollaba gallinas, reía como una bandurria y, luego, lloraba gruesas lágrimas de perro.
Quería a toda costa hacernos felices.
– Vamos hasta el puesto. El bebé duerme. Cocine lo más rico que tenga.
Volvimos de noche. El olor era exquisito. La casa estaba iluminada como en un día de fiesta. Irene sonreía, esperando que le demos un lugar en nuestros corazones, con la bandeja caliente en las manos.
*La ilustración que acompaña este cuento es de Germán Pasti, y pertenece a la adaptación en historieta del cuento, publicada en Revista Caleuche nro.1 (Diciembre de 2015)
Fede Rodríguez