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El lobo y la ballena
Por Nicolás Romano

Era abril del año ochenta, cuando la vieja ballena llegó empujada en una lucha franca. Ante la cercanía de las orcas, el arco del destino tensó su viaje de millas y de años y la dejó varada en esa playa. Ahí quedó, como una cordillera en la resaca conteniendo el agua.

Roberto “Peloduro” Lobos, de Puerto Saavedra, cruzó la cordillera a la altura de Coihaique, empujado también por una lucha, pero desigual y nada franca. La exclusión y el desalojo para el desocupado, portan colmillos mayores que las orcas.

En tiempos anteriores, una ballena varada en las costas del Onachaga inauguraba los fuegos y un canto en medio de la noche iniciaba la fiesta. Atendiendo las señales, muchas familias acudían convocadas a recibir las bendiciones del aceite y de la carne, de los huesos y la grasa.

Ahora los tiempos son otros y el “Museo del Fin del Mundo” junto con las pesqueras, se dividen la presa como un botín de guerra. El primero irá con el esqueleto, la carne para las empresas.

Para Peloduro Lobos, el destino también tensa su viaje de leguas y de años. Esquel, Comodoro, San Julián, Piedra Buena, dan cuenta del golondrina bajando cada vez más hacia el sur.

Boxeador de la provincia de Cautín, ha pasado la vida a los mangazos. Peloduro golpea, y cada combo que pega no deja de ser un round más, dentro de un ring, donde en forma permanente está buscando un alguien, para matarlo. Pero ese alguien no tiene rostro, pues no lo tiene el andamiaje que lo condenó al desierto del destierro con un puñado de sal, y el boxidanga anda entre las cuerdas, como quien vive encerrado en un cuadrilátero buscando siempre a su padre, porque lo quiere matar. En su empeño, no mide el riesgo de quedar atrapado en el espacio del otro, tan solo tiempo y distancia que lo separan de su rival. La suya es una forma de resistencia, donde se halla en juego su humanidad.

Como el salmón, luego de atravesar miríadas de luz en el mar infinito, regresa a desovar río arriba y llega a volar a trancas y barrancas hasta el lecho del río donde ha quedado su ombligo enterrado, para cumplir con su esencia, para Lobos, el llamado igual de fuerte y esencial será: realizar su libertad. Por ello busca poner el afuera, en consonancia con los amplios espacios que lo recorren por dentro, los que configuran su identidad. O, si la poesía tiene la palabra, intentará “situar su paloma a la altura de su vuelo”.

En Ushuaia, “Lobito”, como dan en llamarlo con afecto los estibas del puerto, en una casi despedida del boxeo, llega a realizar una exhibición con Bonavena, cuando una visita de “Ringo” al sur extremo. Luego irá reemplazando los guantes por las artes de pesca y andará por el muelle procurando changa.

Cuando la pesquera “Mar Frío” le encarga la limpieza de una ballena que ha varado en la playa, se encuentra con “Pata’ e Cañón”, compañero en la pesca de la centolla y buceador de cholgas. Es abril, cuando el Territorio, antes de la nieve, se pone blanco de escarcha. Las hojas de la lenga se erizan de agujas de hielo, como las paredes rocosas en la montaña se cargan de velas . Son las primeras dentelladas del invierno que se avecina.

Pata e’ Cañón y Lobos caminan por la costa en línea con la resaca. A esa hora se ha soltado el sol y como una colada de cal, chorrea sobre los conchales. Lejos, rato antes de arribar, se divisa el gigantesco pez con forma de montaña.

El buzo de cholgas se va a desviar en busca de un hacha para desguace y el boxeador de Cautín llega, solo, ante el mamífero enorme que descansa al borde de la playa.

Sin apuro, con una sola mirada, el visteador lo mide para saber si cabe en sus espacios, si la libertad que pudo tener se parece en algo a la que él lleva, si hay algo de vida encendido todavía en la muerte. Luego calza espolones para hielo y asciende por ese lomo agostado, de una humedad abolida por el sol de otoño.

El gigante pez parece todo párpado arrugado y sólo párpado, rodeando a ese ojo aplastado de gris, arrinconado. Ahí se mira. Entonces ve y no ve a la ballena, la pupila lavada le devuelve la imagen que él es, la de su ser fuera de todo deber ser, allí donde es libre e idéntico a sí mismo.

El hombre baja y se sienta en la arena a sotavento del animal, mientras el sol traquetea entre nubes como piedras. Comienza a entumecerse. Ha arrancado temprano a medio palo y saca un litro de vino para continuar. Puede ser una escayola para combatir la soledad, pero difícil cuando ésta llega jinete del viento y aullando, pues entonces no hay Dios que la pare ni paños fríos para hacerle el aguante. Contempla largamente cómo la marea llega hasta la ballena lavándole la muerte, se filtra ente los cantos rodados, los hace cantar en una clave de siglos. Flujo, reflujo, es el latido del corazón de la tierra que el mar acompaña.

Pasea luego la mirada de la cabeza a la cola, calculando qué cantidad de toneladas de carne y grasa en barril terminará en las trampas y los millares de centollas que caerán atraídos por el hedor. En el acopio de la misma grasa con que frotará su cuerpo, casi una garantía, pues no hay mejor unto para pasar el invierno, según los dichos y consejas de su lugar de nacencia. Por fin demora la vista en unos seis metros de boca que un puntal de lenga mantiene enormemente abierta. La pesquera la ha dejado así, dispuesta para la faena.

En esa entrada luengas barbas se llueven franqueando el umbral y lo convocan. Entre el viento del sudoeste arrachado y la temperatura bajo cero, la boca abierta lo seduce y lo incita hacia el calor. Con movimientos vacilantes, bien curado, asciende nuevamente por el lomo y se aferra al embozo de barbas para traspasar el umbral.

Cuando penetra, trastabilla el puntal. El hombre tiene los pies envueltos en arpillera y botas de goma. Aventura unos pasos y siente que se hunden como si fuera un turbal; pero es tan solo la lengua descomunal del mamífero, que yace entre la tierra y el agua. Se sienta. Ha quedado a cobijo del viento y del frío. Con más de treinta centímetros de grasa, el cadáver de ningún otro animal mantiene tanto tiempo el calor como el cetáceo. La temperatura de ese cuerpo lo abriga. Peloduro Lobos descansa la espalda contra uno de los carrillos y se duerme profundamente en el abismo de su letargo. Entonces sueña. En su pesadilla se encuentra empantanado en medio de la turba, como las vacas, cuando la nieve tapa el peligro y quedan de patas clavadas en el turbal. Pronto llegará la jauría de cimarrones para arrancar por la lengua y el animal se va a desangrar. Transpira ese miedo y comienza a despertar. Pero emerge del sueño, no de la borrachera. Abre los ojos a una oscuridad total, el puntal de lenga se ha zafado, la boca se cerró y su embotamiento no le alcanza para poner claridad.

Agobiado por el calor, con la nuca que se le parte a cachos, el hombre logra tenerse en pie y comienza a moverse como un ciego descifrando espacios. Ya detenido, abre las piernas el ancho de hombros, se balancea, inclina apenas el cuerpo hacia delante en posición de combate con los puños en alto, e inicia una descarga de golpes hacia uno u otro lado. Ha improvisado un nuevo ring para pelearle a la vida y, como siempre, el enemigo es tan invisible, que esta vez ya no logra ni ver sus propias manos. Hasta para dar respuesta en su terreno le ha marcado la cancha, lo ha llevado a boxear con su propia sombra, lo limita a un espacio entre cuerdas, con guantes y venda en las manos le quita las garras, pero ahora le ha vendado los ojos. El boxidanga no sabe bien por dónde anda, y… resiste. Hace sombra sin sombra en la negrura absoluta. Lanza un puño atrás de otro. Directo de izquierda, directo de izquierda, uppercut y volado. Luego avienta un golpe a la cara, mueve la cintura, hace fintas y sigue, variando y combinando: jab de izquierda, izquierda, izquierda; izquierda, derecha; izquierda, derecha; hasta dar un resbalón y caer blandamente en la lengua. Los taquines eran para el hielo, no para semejante geografía.

El hombre se arrastra. El hedor nauseabundo lo aturde aún más. Piensa que es noche cerrada, aguza el oído y percibe un sonido sordo; en un atisbo de conciencia supone el mar, rumiando la vida de un día que pasó.

Un tanto incorporado logra gatear, pero se desliza cayendo en una saca babosa. Se encuentra entre vapores, en el vientre de ese mundo sublunar, tamaño digestor, y queda impregnado de un líquido mucilaginoso.

Arrodillado, saca el cuchillo de descarne y, a tientas, abre un rumbo en ese encierro. Ha comunicado con las tripas que, hinchadas, tienden a ocupar los vacíos y entonces lo atropellan. Clava varias veces más el cuchillo contra las paredes viscosas, intentando un escape. Por un momento es Elal, el héroe de la leyenda Tehuelche que, convertido en tábano, va picando desde adentro a Goos, la ballena, hasta hincarle el corazón. Pero solo un momento. Las tripas lo manean y le hacen la cuadratura para otro ring, omnipresente. El boxidanga cree ver una silueta, entonces izquierda, derecha, gancho entre las cuerdas crudas como maromas, hasta que cae por knock-out dando la cara en un chorrillo de sanguaza. Ha quedado tendido en una semi-consciencia, donde puede por fin acercar el horizonte y reunir sus espacios infinitos de adentro, con un continente sin orillas. De a poco, exhausto, se va quedando dormido. En sueños se ve en la turba, de patas clavado, como las vacas, aguaitando los perros. En su vez, llega un gigante. Él, tiene los brazos sueltos para este round y busca el mentón para boxearlo, pero el gigante es como un golem de barro y no tiene rostro. Las cuerdas del ring van desapareciendo…

Y Roberto Peloduro Lobos, muere ahogado dentro de la ballena, por los gases desprendidos en el cuerpo corrompido de ese coloso del agua. Y muere, “como las alondras sedientas en el espejismo ”, ese, de la búsqueda en solitario de la libertad.

Sus huesos, con los del cetáceo, se articulan para deletrear un antiguo, universal lenguaje de la tierra y el agua. Queda su sangre, copulando con la eternidad. Así lo halla Pata’e Cañón cuando lo sacan: con los ojos como piedra seca.

Era abril del año ochenta y el boxeador “cargaba al hombro, como cada uno, el cadáver de su propio tiempo ”. La negrura en el interior de esa caverna-pez, era casi tan oscura y negra, como la negra noche que se cernía sobre la Argentina y Chile, cuando la patria apenas supervivía atrincherada en el corazón de unos cuantos, desde donde, replegado, el colectivo resiste. Pues también éste, como el salmón, continúa su viaje para realizar lo que le es inherente, hasta poner su paloma, a la altura de su libertad.

Nicolás Romano

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