Es un ultraconservador, pero aún así es la cara sensata, moderada y experimentada en política del gobierno de Donald Trump. No tiene la verborragia explosiva de su jefe ni sufre de exabruptos en Twitter. Pero, con todo, el vicepresidente Mike Pence se ajusta al perfil de hombre/funcionario que el magnate de Nueva York ha buscado para su equipo: blanco y bien a la derecha, cristiano y ferviente opositor al aborto y el matrimonio gay.

“Soy cristiano, conservador y republicano, en ese orden”, se lo escuchó decir. Pence, un abogado de 57 años, casado y con tres hijos, antes de ser gobernador de Indiana fue representante en la cámara Baja de Washington por más de 10 años, de ahí su aporte de experiencia ejecutiva y legislativa a Trump. Es un hombre de bajo perfil, bien visto en el establishment republicano, por lo que su elección –en su momento– fue vista como una contribución a la unidad del partido.

Donald Trump dijo en su momento que buscaba un “perro de ataque” en su vicepresidente. Alguien “experto en el combate cuerpo a cuerpo”, según le dijo al diario estadounidense The Washington Post. Pero más que un perro de ataque, Pence es el “buen tipo” que busca apaciguar el impacto de las efervescentes declaraciones de Trump. Y lo hace sin caer en la deslealtad, aún en los casos más difíciles de defender.

Pence tiene en su haber además polémicas leyes. En 2015, captó la atención con su Ley de Restauración de la Libertad Religiosa. La legislación permitía que los dueños de negocios actuaran conforme a sus principios religiosos, por lo que tendrían la libertad de negar atención o servicios a miembros de la comunidad LGBT.

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