649 militares argentinos, 255 militares británicos y 3 civiles isleños. Ese fue el primer saldo. Y el atrevimiento de llamar “primer” saldo a un número realmente cruento no es caprichoso. Los veteranos argentinos, poco reconocidos y puestos en algún cajón de vergüenza oficial durante los años subsiguientes a la guerra, recibieron ese impacto con más durezas que las balas del enemigo.
“Corrí a mi casa a avisarle a mi papá que habíamos recuperado las Malvinas, la maestra nos lo había contado minutos antes”, recuerda Patricia, quien vivía en Río Grande y tenía apenas 8 años al comienzo de la guerra. “Mi papá me miró muy serio y me aseguró que no había nada que festejar”.
Y así fue. Nunca hubo demasiado para festejar. Río Grande se convirtió en un enorme polvorín. Todo estaba militarizado y había que cumplir con exigentes normas de conducta y de seguridad.
Ventanas tapadas, toque de queda, vecinos organizados, refugios en diferentes puntos de la ciudad, tanques anfibios que circulaban entre los autos como un vehículo más. Practicar la posición de resguardo bajo los pupitres en la escuela y en el jardín. Estar atentos y reconocer el sonido de la sirena que advertía que había que cubrirse y correr hasta casa. Prohibidas las visitas a jugar a la casa de los amiguitos. Dormir vestidos.
74 días de dolorosa presión al ver cómo los soldados que frecuentaban las casas de familias para recibir un poco del calor del hogar que habían dejado tan lejos, de repente no volvían. Hombres en los portales de las casas contando cuántos aviones despegaban y cuántos volvían. Una despedida constante.
Frío desolador. Y no era solo clima. El abandono del más débil, el abuso, el miedo de sentir la muerte tan cercana. Demasiado cercana cuando la puede ejecutar otro, que no es el arma enemiga.
La realidad cotidiana se trastocó. Y nadie lo recuerda de otro modo. El puñado de vecinos que vivían en Río Grande en abril de 1982 tiene un relato casi calcado pues todos fueron parte. Todos vivieron la guerra.
“Pasando 24 horas en un cuarto cerrado, sin ventanas, así cumplí los 10 años”, repasa Marcelo, a quien le tocó subsistir en un refugio antiaéreo con toda su familia y muchos vecinos del barrio CAP. Cumple años el 3 de mayo. El 2 ocurrió el peor acto de toda la guerra. El hundimiento del ARA General Belgrano, en zona de exclusión. Un crimen atroz que será estudiado en todos los manuales de guerra de la historia.
Cada día hacía más frío y cada jornada se contaban menos soldados argentinos. Pibes bravíos que participaron de un conflicto que no entendían. Héroes de una guerra injusta hija del poder todavía más injusto de la junta militar que gobernaba la Argentina. Pero por sobre todo héroes. Siempre héroes. Olvidados héroes.
“Me acuerdo que Daniel -uno de los tantos muchachos que paraban en casa- nos avisó a mi esposa y a mí que se embarcaba al otro día. Se vino a despedir. Fue el 13 de junio de 1982. Nunca nos alegramos tanto del final de la guerra”, rememora Pedro, que era con suerte 8 o 9 años mayor que aquellos pibes; sin embargo, en su casa fueron cobijados como hijos propios.
Buscar nombres en los días siguientes. Y en los años siguientes. Intentar un reencuentro ante el ruego de que aquel muchacho de entonces, hubiera vuelto. Vivo.
Los días pasaron, los años también. De a poco la vida en la ciudad fue volviendo a la normalidad.
Un tacho de 200 litros. Maderas y fuego. Un inicio insospechado de una tradición que solo tuvo la intención de hacer sentir acompañado a quien rodeaba ese tacho. Y recordar a sus compañeros que quedaron en las Islas. Un homenaje que parecía olvidado, pero que no tenían ganas de permitir.
Fueron 13. 13 personas. 13 años después. Un grupo de veteranos se animó a reunirse entre sí, para acompañarse con ese calor chispeante que salía de las latas gigantes. Un encuentro que nunca sospecharon que se repetiría hasta transformar el encuentro anual en una cita ineludible para cualquiera.
“En 2005 me fui por un año a trabajar afuera y era la primera vez en 10 años que iba a faltar a la Vigilia. Ese 2 de Abril a las 12 de la noche mi papá me llamó por teléfono. Escuché el Himno, la Marcha, un poco de los discursos, fue ser parte aún estando lejos, porque una vez que sos parte, sos parte para siempre”, recuerda Alejandra, que hoy tiene 40 años.
Con los primeros movimientos sigilosos de los integrantes del BIM 5, la recreación de la Operación Rosario marca el inicio de la Vigilia. La vimos decenas de veces, y la veremos decenas más: cada año el silencio del ambiente acompaña los pasos dentro de las ropas de fajina. La atención se sostiene, como quien mira una película de la que ya sabe el final, pero no deja de mantenerlo cautivado.
Llueve débil y la gente sigue llegando. Algunos se reúnen bajo la Carpa de la Dignidad, otros se mantienen en el exterior a pesar del agua que cae tímidamente cuando se acercan las 10 de la noche. Los vasos del chocolate caliente preparado con cascarilla y con un increíble sabor a infancia empiezan a circular. El ambiente va tomando una forma conocida.
Se escuchan relatos repetidos. Aparecen las caras conocidas. Cada uno es parte de un todo que resulta ser inmenso. Las redes sociales arden. La Vigilia por Malvinas se multiplica como las salvas que suenan en homenaje después de las 12 de la noche. El himno se canta fuerte. La Marcha de las Malvinas rompe las gargantas. Todo trasciende. Es un ayer que es presente de forma permanente.
Llueve cada vez más. Nadie se mueve. El pabellón enorme viste de gala el cielo encapotado. La voz inconfundible de Miguel Vázquez repite con emoción sensible ¡Viva la Patria! ¡Viva la Patria! ¡Viva la Patria!
El agua castiga y el frío se hace sentir debajo de la ropa mojada. Adultos, jóvenes, adolescentes, niños, bebés, resisten. Son pocos los que tienen el coraje de quejarse cuando ven sobre el palco a un puñado de hombres que hasta ayer eran niños y que siempre serán héroes. Irse es lo que más cuesta.
Daniel Guzmán, veterano de la ciudad de Río Grande, da un discurso que se comentará por varios días. Habla de Galtieri, de Menem y de Macri. Le pide “a la legítima gobernadora de las Islas Malvinas” que luche por la soberanía y promete que los combatientes “jamás la dejaremos sola”.
Las palabras salen de su boca sin necesidad de asociarle un freno. Sabe que le asiste el derecho de estar ahí, en ese escenario y ante ese micrófono. Suelta enojo, dolor y habla de esperanza. Repite muchas veces que las Malvinas son argentinas y se atreve a ponerse de cara al público para interpelarlos como nunca antes.
Mientras la lluvia hizo su parte y el viento que clama completó la tarea, Guzmán miró a los ojos a cuantos pudo y les preguntó si estaban dispuestos a jurar que iban a mantener la lucha. No hubo tiempo para el silencio y, una vez más, tal como lo solicitara Elena Rubio de Mignorance, el pueblo juró, respondió y fue contundente.
“Sí, juro”, fue el grito unísono que desafió al mismísimo mar que les ruge de frente. “Sí, juro”, se volvió a escuchar. “Sí, juro”, de un pueblo que no se resigna pero, por sobre todas las cosas, no se rinde.
María Fernanda Rossi