En la Patagonia austral, donde el viento es más una presencia que un fenómeno, se habla cada vez más del hidrógeno verde. Se lo menciona en foros internacionales, en discursos energéticos y en conversaciones de café. Pero, puertas adentro, muchos seguimos sin saber del todo qué es, para qué sirve y por qué aparece siempre asociado al extremo sur del continente.
Así nació esta charla: con la idea de entender sin apuro, sin tecnicismos que asusten y sin esa jerga que a veces aleja en vez de acercar. Del otro lado de la cordillera, en Punta Arenas, hablamos con el ingeniero Sergio Ríos, académico del Departamento de Ingeniería Mecánica de la Universidad de Magallanes. Un investigador que habla como docente: con paciencia, con ejemplos domésticos y con la convicción de que la energía del futuro también necesita ser explicada.
Para empezar, Ríos propuso una imagen sencilla. El hidrógeno, dijo, es como un ladrillito de Lego: una pieza que se combina con otras para crear sustancias nuevas. Y el “verde” no tiene que ver con el color, sino con el origen, porque se obtiene cuando la electricidad que separa las moléculas del agua proviene de fuentes renovables.
La idea nació lejos de acá. Ríos cuenta que en Europa, donde a veces sobra viento o sobra sol justo en los momentos en que nadie los necesita, apareció la pregunta de qué hacer con esa energía excedente. El hidrógeno fue la respuesta, como un modo de guardarla.
Y de ahí en más, la química hace lo suyo. “Con hidrógeno se puede fabricar amoníaco, combustibles sintéticos e incluso gasolina hecha a partir del viento”. Sí, viento convertido en combustible. Esa es la función del proyecto que HIF opera cerca de Punta Arenas.
Magallanes, un punto brillante en el mapa mundial
El ingeniero explicó por qué el mundo mira hacia su región. Magallanes tiene un factor de operación eólica del 64%, una cifra tan excepcional que solo se encuentra en dos lugares más del planeta. La mayor parte del año, el viento sopla con la fuerza justa para mover turbinas. No a ráfagas, no como furia descontrolada, pero sí constante, como si supiera su tarea.
Pero el viento no es lo único. Hay infraestructura, puertos, caminos y cierta estabilidad institucional que permite proyectar inversiones a largo plazo en la región. Por eso, cuando empresas globales imaginan dónde podrían instalar sus plantas, Magallanes aparece entre las primeras opciones.

Cuando Ríos habla de desafíos, baja a tierra la ilusión. Las plantas de hidrógeno son altamente automatizadas: no emplean miles de personas. El trabajo masivo está en la construcción, en la logística, en los servicios que orbitan alrededor de los parques eólicos y las plantas químicas.
Lo que sí hace falta, y mucha, es gente capacitada: soldadores con entrenamiento específico, operadores de izaje, técnicos que conozcan normas internacionales, personal capaz de trabajar con equipos sensibles en ambientes duros. “Es como un equipo de Fórmula 1”, graficó Ríos. “Muchos expertos trabajando coordinados para que algo complejo ocurra en muy poco tiempo”. Y ese ejemplo quedó resonando.
Capacitar a la población local —en Chile o en Argentina— es clave para que el desarrollo no sea solo un titular o un negocio externo, sino una oportunidad real para las comunidades del sur. Y también para que parte de la riqueza que los proyectos generen quede en el territorio.

Un futuro que primero necesita ser comprendido
Vale entender que el hidrógeno verde no es un slogan, ni una moda pasajera, sino que es una posibilidad. Un puente entre el viento que siempre estuvo acá y la energía que el mundo empieza a necesitar, desesperadamente, sin humo ni petróleo.
Entenderlo es el primer paso para decidir cómo queremos que esa transición suceda en nuestra región.
Y ahí, en esa claridad, estuvo el mayor aporte de la charla: explicar sin apuro, sin deslumbrar ni prometer, simplemente para que cualquiera pueda entender de qué estamos hablando cuando hablamos de futuro.