Hay gente que sin darse cuenta asimila que su destino es crecer y vivir en el mismo lugar de principio a fin. Otros, en cambio, por diferentes circunstancias, deciden que ese lugar de residencia permanente tiene que ser otro. Una cosa es llegar a Tierra del Fuego y otra muy distinta es decidir quedarse.
“Yo soy de Buenos Aires, nací en San Martín en la provincia de Buenos Aires. Bernardo nació en Coyahique, una ciudad pueblo de Chile, a la altura de Comodoro. Vinimos nuevamente, porque ya habíamos venido -cuenta Claudia, y explica-. A mí me trajo mi padre a los 17 años y a Bernardo lo trajo su madre a los 14. Nos conocimos acá en Tierra del Fuego, nos casamos y en el 85 decidimos irnos a Buenos Aires. No nos fue muy bien y decidimos irnos a Córdoba. Ahí estuvimos 12 años, ahí nacieron nuestros primeros 4 hijos. Pero nuevamente con ellos, con los 4 vinimos en 1999. Un 2 de marzo llegamos a la isla, Bernardo había estado en febrero de ese año”.
Sin importar la edad o las circunstancias, la fecha de arribo a la isla siempre queda presente. Grabada como en la crónica de la aventura que implica enfrentarse a la provincia más austral del país. Ariel llegó el 7 de noviembre de 1987 desde Córdoba, donde es nacido. Meses antes su papá había llegado a la isla a buscar trabajo. Ellos se volvieron a las sierras del corazón del país cuando se jubilaron hace 6 años. Ariel ya tenía su familia y decidió quedarse.
Daniel y Beatriz llegaron hace 7 y 5 años, respectivamente. Hace casi tres años que comparten juntos su vida en la isla. Ella vino de Resistencia, Chaco. Él de Comodoro Rivadavia en Chubut.
Soledad también es del Chaco y hace 8 años que está en Tierra del Fuego con Adrián. Para ellos quedarse fue una decisión automática. “O quizás en ese entonces no veíamos otra opción”, aclara, viéndolo en perspectiva.
Liliana y Fabián cumplen 20 años en Tierra del Fuego, llegaron en 1997 desde Córdoba. Vinieron para quedarse, a pesar de que no fue fácil conseguir trabajo para ellos en el comienzo.
No en todos los casos quedarse es una decisión automática. A Bernardo y Claudia les tomó un par de años que fuera así. “Fue en 2003 que decidimos quedarnos. Vinimos por un tema laboral. Yo estaba haciendo la secundaria, el tercer año, estaba cursando sociología. Yo hice justamente sobre el desarraigo porque nos afectó mucho como familia, fue muy destructivo. No estábamos preparados para eso” relata Claudia, confirmando que el desarraigo previo y el arraigo son procesos sumamente complejos en la vida de las personas.
Ella cuenta que durante esos años todavía se lamentaban y tenían constantemente ganas de irse. “Y resulta que cuando empecé a estudiar sobre eso, descubrí la anécdota de una señora que se había ido a Uruguay. Había dejado a sus hijos mayores y se fue con el menor, y se había ido por trabajo del esposo y se separó. Ella dijo unas palabras que me hicieron ver el tema fundamental: dijo que cuando se había ido, se había ido con toda ella. Entonces si se podía ir con toda ella, entera, podía armar amistad, arraigarse en un lugar y empezar donde sea”.
Si bien la teoría fue determinante, un componente especial en ellos está en la fe. Durante esos años asistían a una iglesia donde “también estudiamos sobre amar el lugar, no tomar de paso el lugar. Vivir el tiempo que tengas que vivir, saber que lo estás viviendo bien. Un lugar donde vos podes realmente crecer y estar bien”.
Vivir con la valija echa detrás de la puerta
La decisión de arraigarse implicaba riesgos, los mismos que los habían traído a la isla. La falta de trabajo, el costo de estar en un lugar. Los sacrificios que había que hacer sin garantías reales de absolutamente nada. En el medio, el trauma del desarraigo, de construir una vida con el miedo latente de tener que derribarla para salir de nuevo buscando un destino mejor.
Para Daniel y Débora fue la falta de trabajo estable que les permitiera encarar un alquiler. Años antes les había pasado a los papás de Ariel, que pasaron épocas muy malas en lo laboral, “y cuando estuvieron bien, yo (ya con familia) me quede sin trabajo; 22 meses me bancaron. Es el día de hoy que los banco mes a mes con mucho gusto. Agradecido de por vida”, recuerda hoy con orgullo.
El trabajo en la provincia fue siempre cíclico y a Fabian y Liliana les tocó un momento muy duro. “La complicación más grande fue encontrar trabajo y por ende vivienda, vivíamos como nómades. En los veranos cuidábamos las casas de conocidos. Lo resolvimos a través de contactos cuando Fabi empezó a trabajar en la escuela 32 por un amigo”.
“Al frío, Al mismo clima de la isla, nos costó mucho hasta acostumbrarnos. Pero por sobre todo, la falta de agua. Recuerdo que solo teníamos una canilla comunitaria y todos dependíamos de ella, y al gas envasado había que cuidarlo como oro porque en aquel entonces el frío te pegaba más”, relata Soledad ante la consulta sobre qué fue lo más complicado de vivir en la isla. “El tema del agua se resolvió cuando se instaló el servicio en el barrio y el tema del gas lo resolvimos recién hace 2 años cuando nos adjudicaron una vivienda”.
Claudia las recuerda con más detalle. “Complicaciones fueron varias. Los afectos, nosotros allá en Córdoba éramos familia. Eso fue un golpe grande, a pesar de que Bernardo tenía su familia acá y yo también: mi mamá y mis hermanos. Pero solamente mi hermana que de alguna forma los chicos habían crecido con eso primos y compartimos más años juntos bueno. Ella era un pedazo de mi corazón que también dejaba”.
Otra cosa que fue muy diferente a lo que acostumbraba en otras latitudes tuvo que ver con la cantidad de necesidades que había que cubrir. “Acá tenías que trabajar sí o sí para poder alquilar o mantenerte. Allá yo podía conservarme en casa cuidando los chicos. No sobraba el dinero, pero había un tema de poder estar más con los chicos. Pero acá tuve que salir yo, tuvo que salir Bernardo. Él trabajaba de noche, yo de día. Casi no nos veíamos, y de alguna forma los chicos tuvieron que asumir cosas que antes no. Levantase en una ciudad distinta, ir a una escuela distinta y cosas que pasaban que estaban fuera del control nuestro porque en realidad los dos trabajábamos”.
La falta de trabajo no siempre es la complicación mayor. Claudia y Bernardo tuvieron trabajo relativamente rápido: “En la fábrica que entré me pidieron que entrara sabiendo que iba a hacer horas extra, así que tenía que trabajar 12 horas todos los días, y bueno eso era un desgaste muy grande”, y después la problemática habitacional con las diferencias abismales que el clima parecía profundizar.
“Eran viviendas pequeñas, los chicos de pasar a tener un espacio tremendo en Córdoba, trepar árboles, pasto. Incluso disfrutar el agua. Tuvieron que dejar todo y meterse en un cuadrado, en un lugar pequeño y ver cómo hacían. Ellos tenían una habitación grande con dos cuchetas, pero era un espacio reducido”, relata dibujando con las palabras la imagen de un mundo de posibilidades en un lugar con un clima más benévolo, pero -como muchos fueguinos adoptados-, también lograron sortear. “Fue muy bueno llevarlos a fútbol, a vóley, a básquet. Nosotros íbamos y pasábamos horas ahí donde podíamos y como podíamos porque ahí nosotros sabíamos que era importante la inversión”, aclara Claudia y suma a su detallada lista de complicaciones la escuela: “Estábamos en la escuela y Esteban (su hijo mayor) había encontrado lugar ahí en el Soberanía Nacional y no había forma de encontrar lugar en el centro. Era todo un tema, no podíamos encontrar para que puedan ir más cerca. La escuela fue lo siguiente importante”.
“El desarraigo de los afectos, hasta que armas todo acá… y luego los espacios. La escuela, nosotros vinimos en un momento muy problemático” se acuerda Claudia. Y es que llegar solo, no es lo mismo que llegar con una familia. Un adulto, si bien percibe el trauma del desarraigo y el cambio, lo digiere de otra forma y cuenta con otras herramientas para analizarlo y resolverlo. Los niños y los adolescentes no. Con personalidades en desarrollo, el resultado del desarraigo puede generar traumas más profundos con resoluciones imposibles de prever en cada caso.
Claudia y Bernardo habían llegado con 4 hijos a Tierra del Fuego en el 99 ¿Cómo fueron resolviendo los distintos problemas que se iban presentando? Claudia intenta explicarlo. “Yo trabajé un año y dejé un año, para que no se me fueran los chicos de las manos y pagamos el precio de no crecer mucho. Bernardo dejó de trabajar un año, no porque quiso sino porque lo echaron. Empezamos a tener horarios más tranquilos. Cuando entré le pedí al supervisor que no quería hacer tantas horas extra para no abandonar tanto a los chicos, pero necesitaba trabajar”.
En el 2004 habían conseguido mudarse. Su último hijo -el fueguino-, ya estaba por nacer. “En 2005 tuvimos oportunidad de tener nuestra casita, eso nos dejó un poco más de espacio y de tranquilidad. Parecía imposible, no te daban crédito, nada. Era una cosa terrible, no había forma que pudiéramos hacer nada. También tiene mucho que ver que era pleno 2001, con mucha crisis a nivel nacional”.
Hacerla más fácil
“Nos hubiera resultado más fácil a lo mejor venir con un conocimiento más profundo. O venir más preparados, aunque nunca uno está totalmente preparado”, opina Claudia con más de 15 años de fueguina.
A pesar de los meses duros, Ariel recuerda que por entonces “Tierra del Fuego era la única provincia (en esa época Territorio) de la que se hablaba en todo el norte del país. Había que intentarlo y salió redondo” y su arraigo incluye el orgullo de contar con dos hijas fueguinas. Para Daniel, la cosa quizás hubiese sido más fácil si el trabajo hubiera llegado más rápido, pero fueron varios meses hasta que eso pasó. Algo parecido cuenta Soledad, sobre lo distinto que hubiese sido si el trabajo hubiera permanecido estable. Para Liliana y Fabián, el aliciente llegó de la mano de la fe, y de ir haciéndose seres queridos a medida que pasaban los años.
“Había un poco de inmadurez, no estábamos preparados para algunas cosas. Es un poco y un poco” remata Claudia. “No quiere decir que no vas a pasarlo, si vos te pones las pilas y tenes una madurez, y entendes medianamente las cosas estás en mejor posición”, opina sobre cómo se hace para sobrevivir al trauma.
Pero no es para todos. A pesar de los años, de las ventajas, o de lo que se haya luchado para conseguir el lugar, Tierra del Fuego es un lugar de recelo para varios. El trabajo en tiempos de bonanza termina resultando en espejitos de colores que elevan el costo y suman a los desafíos diarios de establecerse en la provincia.
¿Quizás establecer el arraigo como una política de estado podría mejorar sustancialmente la experiencia o el trauma de llegar a vivir a otro lugar es inevitable? Por ahora, cada uno elabora su propio mecanismo de defensa, refugiados a veces en ellos mismos. En las creencias, en la familia que va surgiendo, la que se va eligiendo. Sobreponiendo un problema tras otro. Superando etapas hasta que el proceso está completo, y consiguen ser fueguinos de ahí en adelante.
Pablo Riffo