“Yo cargaba cadáveres”, dice José Ramírez. Tiene 54 años, vive en San Juan y habla de los días en los que era un conscripto en Malvinas. Está en su casa en Salta, al teléfono. Tiene la voz tranquila, no llena silencios. Dice que el 28 de mayo de 1982 le dieron una orden: “Andá a juntar finados”.
Que se alejó 3.000 metros de la ubicación de su unidad militar y, ahí, en el suelo de Darwin, encontró los cuerpos de soldados argentinos, también ingleses. Y empezó a subirlos a una carretilla de madera. Dice que estaba en eso cuando escuchó gritos que no llegó a entender.
Que se le acercaron varios militares ingleses, que uno, apuntándole, le exigió que se apartara de su compañero muerto. “Me arrodillé e hice un pozo en la tierra. Puse mi mano derecha adentro y con la izquierda la tapé con turba, dándoles a entender que iba a enterrarlo”. Deja de hablar, se escucha aire a través de la línea, es fácil suponer que está teniendo diálogos internos, recuerdos mudos. Traga y sigue: “Tenía 19 años. Pensé que tanto los argentinos como los ingleses merecían un entierro. Lo hice y lo volvería hacer. En una guerra no hay cuestiones personales. Somos mandados, de un bando y del otro”.
Ramírez fue apresado y estuvo cautivo junto a otros argentinos en un galpón en el que se esquilaban ovejas. Dice que al día siguiente los ingleses lo mandaron a llamar, que reconoció a uno de los que pedía verlo. Con un veedor de la Cruz Roja, como intérprete, “me agradeció que hubiera tenido tanto respeto con su amigo y sacó de su ropa una medalla. Dijo que era del soldado muerto, puso su mano sobre mi hombro y me la dio”. Es una medalla entregada durante la Segunda Guerra Mundial a las Fuerzas Armadas Británicas y aliados. Plateada, con un león de un lado y el retrato del rey Jorge VI en el otro, está detrás de una vitrina en el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur dentro de la ex Esma. Forma parte de la muestra Fragmentos de Memorias.
“A veces los objetos son lo único que les confirma que estuvieron en la guerra -dice Federico Lorenz, historiador, escritor y director del Museo-. Es muy importante que no se pierdan con ellos”.
El 2 de abril de 2013, mientras volvía de una reunión con otros ex combatientes y el agua tomaba las calles de La Plata, Antonio Reda pensó en su caja de plástico transparente y tapa roja en la que guardaba una antiparra, una chapa identificatoria, un rosario, una cuchara y varias cartas. “El click me llegó con esa inundación. A un amigo y ex soldado en Malvinas le entraron dos metros de agua. A mí sólo se me anegó la calle, pero pudo haber sido igual. A él casi se le arruinan todas sus cartas y yo casi me muero. Pensé: ‘Esto no lo podemos perder’. Se sabe qué dijeron Galtieri y Menéndez. Falta que se conozca nuestra verdad, lo que vivimos en las islas”, dice.
Primero se desprendió de 21 cartas, las donó a la Biblioteca Nacional. Después dio la antiparra al Museo Malvinas. Durante un ataque británico en el cerro Wireless, las esquirlas de una bomba de mortero le hirieron una pierna.
Tenía 20 años y llevaba la antiparra en el bolsillo de su pantalón. Hoy, en exhibición, se ve el agujero en el plástico barato. “Cuando volví me dediqué a laburar, a demostrar que podía seguir. Pero años después, un día que no daba más, entendí que tenía que resolver cosas de mi vida que había dejado colgadas y ahí estaba Malvinas”.
“El objeto es central. Condensa un recuerdo que para el donante es representativo de lo que vivió. Y para el museo es el lugar en donde anclar un relato histórico”, agrega Lorenz.
En la muestra hay un objeto que genera extrañeza y nostalgia, según quién lo mire. Es un cassette con la grabación de un bombardeo. Eduardo Víctor Barrancos fue un conscripto de 20 años. Era un egresado de una escuela técnica, que “con dos cables hacía andar cualquier cosa”.
Un día, quizás una noche, en el hastío de la trinchera empezó a grabar. “Se los escucha riéndose, supongo de los nervios. Está el ruido de las bombas cuando pasan. Hacen chiiiii, pushhh, chiiiii, pushhh. Dicen ‘qué cerquita que están pasando, mamita’, ‘¿A quién le pegó?’, ‘Quédense tranquilos, boludos”, reconstruye Sandra Cartasso. Es la dueña de la única copia que queda del material de Barrancos, quien murió en 2001. A los días de volver de Malvinas, Barrancos reunió a sus amigos del barrio alrededor de una mesa, en el patio de su casa en Santos Lugares, Tres de Febrero. Uno por uno, les entregó los cassettes. “Lo guardé durante todo este tiempo -dice Cartasso-. Siempre sentí la necesidad de que todos conozcan su contenido pero no sabía qué canal usar, hasta que apareció el museo”.
Para donaciones: contacto@museomalvinas. gob. ar