Ana llega siempre puntual, tanto que muchas veces tiene que esperar en la puerta a que llegue alguno de los dueños de casa para poder entrar a trabajar. Le pasaron mil cosas a Ana, pero ella siempre está dispuesta a charlar y a ponerle buen humor a la vida.
Busca la tabla, la plancha, la ropa y se dispone a hacer su tarea lo más rápido y prolijo posible. Sabe que tiene absoluta libertad adentro de la casa, el patrón mil veces le insiste con que tome jugo, que hay galletitas en la alacena, que se prepare un mate, pero a ella no le gusta perder el tiempo. Después de planchar quedan cosas que hacer y todavía tiene que llegar a casa.
Allá también hay tareas por delante. Cuatro hijos que al otro día tienen que ir a la escuela. La cena, bañarlos, preparar los guardapolvos… tratar de dormir ese cuerpo cansado.
Ana trabaja en tres casas. Ayer le avisaron en una que ésta va a ser la última semana, resulta que la dueña de casa se quedó sin contrato en la fábrica y no le quedó otra que recortar gastos.
La semana pasada ya le habían dicho que no fuera más a la otra, en esa casa son dueños de un negocio, pero la cosa está tan parada con el lío de la industria que al local no entra nadie y no queda más remedio que achicar el presupuesto.
Ana saca cuentas. No le gusta decir que cobra la AUH porque la gente dice que es para vagos, pero es su única ayuda, sus hijos también van al colegio y, la pucha, también se enferman. Quiere trabajar más, pero no hay dónde. Quiere trabajar mejor, pero no tiene cómo.
Está sola, el más grande recién pasó al secundario y tiene que hacerse cargo de los hermanitos mientras ella busca qué llevar a la mesa. Todavía no quiere ir a la municipalidad a pedir ayuda, cree que va a poder. Afuera no hay nada. Adentro suyo cada vez hay menos.
No le alcanza. Siempre trabajó, pero no le alcanza. No sabe cómo se las va a arreglar, a ella no la defiende nadie.
Para Ana no hay UOM, ni cámara de comercio, ni gremio o sindicato que la apoye. No hay ministerio de trabajo que dicte conciliación obligatoria. No puede parar ni exigirle a sus patrones que no la despidan, y para colmo siempre trabajó en negro.
La crisis se siente y todos hablan de eso, 5000 o 6000 personas menos en la electrónica, en los negocios todos los días echan gente. Ana escucha, pero sabe mejor que nadie. No sólo sabe, lo siente, lo sufre.
Es invisible.
Queda fuera del sistema pero nadie la cuenta. No está en las estadísticas de la industria, ni en los del comercio, tampoco está en el registro de desarrollo social. Sus cuatro hijos dependen de ella, pero no hay quién se ocupe. Ana no es ni siquiera un número.
No hay reconversión, no hay reinserción, no hay plan ni subsidio que le pague el desempleo. No hay bombo, marcha ni movilización que apoye su desazón.
Esos cien pesos la hora le permitían ir al supermercado, pagar los gastos, comprar algo de ropa para los chicos. Pero la cadena se cortó lejos de donde ella puede soldarla.
Nadie piensa en Ana, pero Ana no deja de pensar.
María Fernanda Rossi