Hace unos años, en una noche de neblina que se extendía con calma sobre la barra de un bar, un anciano extraño se me acercó y me pidió que lo invite con un vodka. Su rostro ajado cargaba un cansancio de muchos insomnios. Se llamaba Dovik Smoković, había nacido en Serbia, y era pescador.

Parecía uno de esos tipos que viven sin que a nadie le importe.

Primero habló, con poca emoción, de sus luchas con el mar.

En un momento calló y se sacó la boina para acomodarse las espesas mechas de su canoso cabello. Gracias al reflejo de las luces de colores del tugurio vi un extraño brillo. Sin pensarlo, la toqué. Tenía algo duro adentro. Le pregunté qué era y me explicó que la boina estaba forrada con una placa de metal para que no pudieran leerle la mente.

¿Quién?

Los señores del espacio, me dijo.

Sin importarle mi cara de incredulidad, apuró su trago y empezó a hablar de una antigua raza de seres enviados desde los cielos que aterrizaban en el mar.

En el año 50, una mañana de invierno en que estaba levantando unas redes en San Sebastián, vio un grupo de aves muertas flotando y, de repente, salió del agua a un ser muy alto que llevaba una especie de escafandra y un cinturón con botones. Donde emergió se llenó de burbujas y vapor como si el océano estuviera hirviendo. Quedó suspendido sobre las olas por alguna especie de energía que salía de sus botas pero que no emitía ningún tipo de sonido. Estaba vestido con un buzo enterizo recubierto de escamas. Se sacó el casco y asomó la carne: tenía una cabeza grande y unos ojos blancos, luminosos y puros. La cara le hizo acordar a un mono. El pelo era grueso, parado y amarillo. Le habló algo que no entendió y le tocó el rostro con una de sus manos, que tenía tres dedos en forma de gancho. Al hacer contacto perdió la noción del tiempo y del espacio.

Despertó desnudo y con el corazón vacío, en una camioneta que lo llevaba al hospital de Río Grande. El administrador de un campo lo había encontrado corriendo al costado de la ruta.

Los médicos lo revisaron y dijeron que no había nada extraño. No le creyeron que no estuviera borracho.

Dijo que contó un par de veces esta historia y, como todos se reían, con el tiempo dejó de contarla.

Nos sorprendió la mañana, me agradeció la bebida y se despidió dándome la mano.

Meses atrás, navegando en internet, encontré digitalizados los primeros números de la revista Más allá de la cuarta dimensión que dirigía en los 70’s el profesor Fabio Zerpa. El reconocido ufólogo y su equipo de especialista de ONIFE (Organización Nacional de Investigación de Fenómenos Espaciales) armaron una red de corresponsales diseminados por todo el territorio argentino, que recolectaba datos sobre avistamientos de platos voladores. En el #7 de dicho magazín, editado en marzo de 1974, se menciona un avistamiento en San Sebastián.

¿En qué fecha?

En junio de 1950.

El mismo invierno y el mismo lugar de la historia de Smoković.

En otro número, no recuerdo cuál, uno de los cronistas de la revista revela el plan de los extraterrestres: ir ocupando de a poco cuerpos humanos para preparar el teatro de la invasión.

Hace un par de semanas, una amiga me alcanzó unos textos del escritor e historiador fueguino Roberto Chenú, donde documenta ciertos casos paranormales. Ahí narra que en la isla siempre hubo avistamientos de objetos no identificados; que hay pilotos de aerolíneas que afirman haber sido acompañados en el aire por platos voladores; que una parte del personal antártico argentino le informó sobre una base italiana que desapareció en el continente blanco: en la primera visita recorrieron el complejo entero, la casa principal, las usinas, los depósitos, los talleres, los laboratorios, las antenas, fraternizando con sus moradores, y cuando volvieron a los meses, solo se encontraron hielo y nieve; que ciertos militares navales atestiguan haberse topado de frente con un ovni que emitía una luz brillante muy fuerte, que les apagó por unos minutos, hasta que desapareció, todos los aparatos eléctricos de la embarcación.

Me vino a la mente aquel 14 de septiembre del 2004, cuando se saturaron los teléfonos de Defensa Civil de Ushuaia. La gente llamaba para alertar a las autoridades, de un extraño objeto que cayó del cielo, una bola de fuego con diferentes colores que impactó en un bosque cerca de la ciudad. Se encontraron las marcas en el lugar pero no lo que las ocasionó.

Pero lo que me resultó más fuerte fue el testimonio del salesiano Don Jorge Etérovic, luego confirmado por el comisario Aníbal Allen, que le relató a Chenú algo que contaban los últimos haush que se refugiaron en la Misión Salesiana de la Candelaria. Los aborígenes hablaban de haber sido visitados por hombres de cabellos del color del coirón que bajaron del cielo, les enseñaron cosas y se fueron por los aires.

Un escalofrío recorre mi cuerpo.

Aquella noche vuelve a mi mente: la oscuridad del bar, las rondas de bebida, la niebla, los ojos del serbio que nunca pude ver de frente, la rastra con monedas que llevaba a la cintura, unas palabras que no entendí, una escena cuando hice contacto con su mano que me parece borrada, y el saludo final. Realmente no sentí que tuviera cuatro dedos cuando le di el apretón.

Fede Rodríguez

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