Muchos veranos atrás, un gigantesco pez apareció surcando el Onashaga. Se acercó a una costa donde varias familias yaganes se encontraban reunidas en un gran campamento. Los hombres corrieron a buscar los arpones y las mujeres prepararon las canoas. Nadie quería perder toda la carne y el aceite que este enorme animal podía ofrecerles. El plan era simple, lo habían hecho desde siempre: acercarse lo más posible, herir a la bestia, y hacerla varar en la costa.

Clavaron todos los arpones que tenían pero, pese a los profundos cortes que le hicieron en el lomo, el pez no daba signos de estar herido de muerte y continuaba nadando cómo si nada estuviera pasando. Volvieron repetidas veces a la costa a buscar más armas, y volvieron a atacar hasta caer rendidos.

Un pequeño guerrero, llamado Látschich, tuvo una brillante idea: aprovechando que el animal abría constantemente la boca, se ofreció a introducirse en sus fauces para cortarlo por dentro. Jóvenes y ancianos aprobaron con alegría la valiente propuesta.

Tomó una piedra que hacía días venía afilando, se montó en una de las pocas embarcaciones que quedaron sanas, y le dijo a su mujer que la condujera hasta el gigantesco pez.

De un gran salto se metió en la boca y la bestia lo tragó sin ningún esfuerzo.

El animal se alejó de la costa y el valiente Látschich cortó los pulmones, el estómago, el hígado y los intestinos. El gran pez abría la boca y escupía al agua las tripas que en su interior iba trozando el yámana. Cuando llegó al corazón prefirió no cortarlo porque no quería que la bestia se hundiera en alta mar con él dentro. Débil y enfermo, era cuestión de tiempo que el animal se acercara a morir en la costa.

Pasaron las horas y escuchó el sonido de ciertos patos que nunca se alejan de la playa, y supo que era el momento. Partió al medio el corazón y empezó a brotar un río de sangre. Al animal se le acabaron las fuerzas; muerto fue arrastrado por las olas hasta las piedras de la playa.

Un grupo de albatros se acercó para morder la carne y Látschich los espantaba golpeando el cuero desde adentro.

A lo lejos, los yaganes del campamento vieron y escucharon el escándalo que hacían los pájaros he imaginaron que había algún animal muerto en esa playa. En el vientre del pez, el pequeño guerrero se alegró al escuchar el ruido de los remos y las voces de su gente.

Familiares y amigos se acercaron llorando porque creían que el pequeño Látschich había sido devorado por el enorme animal. Cortaron y repartieron en grandes trozos la carne y la grasa del animal, y se retiraron hacia el fuego de sus chozas para pasar la noche.

A la mañana siguiente, un hombre estaba cortando carne y escuchó una especie de lamento que salía del vientre del pez. Llamó a sus hermanos para arrancar todo el costillar. ¡Allí estaba sentado Látschich! Pálido, delgado, sin pelos en la cabeza, casi desfallecido, con el cuerpo ensangrentado. Volando en fiebre, salió con la piel blanqueada y arrugada por los jugos ácidos de la panza del animal como si lo hubieran dejado a medio cocer. Lo metieron inmediatamente al agua helada del mar para que volviera en sí.

Era tan lastimoso su estado que no dejaron que las mujeres y los niños lo vieran. Lo sentaron al lado del fuego y lo alimentaron; le frotaron el cuerpo con aceite de pescado; le pusieron cenizas en la cabeza con la esperanza de que le vuelva a crecer el pelo. Lo cuidaron de la mejor manera posible

En esos días, su padre y su mujer pasaron las mayores amarguras. Todas las mañanas se pintaban el luto en el rostro y lloraban con fuerza lágrimas más saladas que el mar.

Al fin, cuando a Látschich le creció el cabello y estuvo totalmente restablecido, lo presentaron ante su gente. Los yámanas quedaron mudos de alegría y sorpresa. El guerrero contó cómo se había salvado en la total oscuridad; contó cómo eran las paredes blandas y viscosas, cómo eran esos muros de carne que lo tuvieron prisionero; este valiente yagán, que nunca temió al frío o a la nieve, contó del calor sofocante y lo difícil que era respirar ahí adentro; contó del río de sangre que brotó cuando partió el corazón de la bestia; y contó que cuando lo sacaron del pez le pareció el fin abrupto de un sueño fabuloso.

Desde que esto ocurrió, en noches en las que los ancianos avivan con historias las lenguas del fuego, los yámanas recuerdan al pequeño y valiente Látschich, que obsequió ese pez tan grande para alimentar a su pueblo.

 

Fede Rodríguez

Adaptación de una leyenda yámana del libro ¨Los fueguinos¨ de Martín Gusinde.
Ilustración de Germán Pasti, perteneciente al libro El origen del viento.

 

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