Un equipo del CONICET participó, junto a colegas de Brasil, en la determinación de la composición química de las partículas halladas: había polímeros y pigmentos utilizados en la industria del plástico, textil, alimenticia, de embalaje y de la construcción. La investigación, impulsada por el Instituto Antártico Argentino, podría contribuir a la elaboración de estrategias efectivas de conservación y manejo del ecosistema antártico.
La idea de la Antártida como ambiente inmaculado y prístino, lejos de la intervención humana y donde la naturaleza existe con la sola compañía de sí misma es, de mínima, inocente. En rigor, es de hecho irreal, no solo por el tiempo que lleva la ocupación en el sitio –Argentina fue el primer país en instalar una base permanente en 1904– sino, sobre todo, por las múltiples comunicaciones y movilidad global que acortan las distancias entre continentes y conectan a los rincones más aislados con el resto del mundo. La contaminación por basura es una de las principales muestras de esta realidad, y la preocupación se reaviva ahora tras una reciente investigación multidisciplinar con participación del CONICET que demuestra la presencia de microplásticos en las heces de focas que habitan la península Antártica. El trabajo, publicado en la revista Science of the Total Enviroment, no deja lugar a dudas: las partículas fueron detectadas en el cien por ciento de las muestras analizadas.
Las especies estudiadas fueron tres: foca cangrejera (Lobodon carcinophaga), leopardo (Hydrurga leptonyx), y de Weddell (Leptonychotes weddellii), a partir de 29 muestras de excrementos, también llamados fecas. En todas ellas predominaban un tipo de partículas menores a 5 milímetros (mm) denominadas microplásticos. ¿La composición? Poliestireno, poliésteres –entre ellos tereftalato de polietileno o PET–, poliamida, polipropileno y poliuretano, todos polímeros ampliamente utilizados en diversas industrias como alimenticia, textil, de envases y embalajes, de la construcción, y otras. “Nosotros recibimos las muestras y las analizamos mediante dos técnicas para determinar la composición química: microespectroscopía RAMAN y de infrarrojo”, relatan Lucas Rodríguez Pirani y Lorena Picone, especialistas del CONICET en el Centro de Química Inorgánica (CEQUINOR, CONICET-UNLP-asociado a CICPBA) y participantes de la investigación.
Mientras que la primera de las tecnologías está disponible en el CEQUINOR, la segunda fue realizada en el Laboratorio Nacional de Luz Sincrotrón (LNLS) ubicado en Campinas, en el estado brasileño de San Pablo. “La potencia y resolución que nos brindan estas herramientas es clave para precisar la composición de las fibras y fragmentos encontrados. Por algunas características morfológicas como color y forma es posible establecer si se trata de un plástico o no, pero en este nivel estamos determinando qué moléculas componen los materiales”, describe Picone. Además de los polímeros mencionados, también fue posible determinar la presencia de pigmentos muy utilizados en la industria textil y del plástico: índigo, reactive blue 238, y ftalocianina de cobre azul y verde. Los usos de los materiales observados permiten concluir su origen antrópico, es decir, producido o modificado por acción humana. El hallazgo se completa con otro elemento llamado negro de carbón (Carbon Black), un producto de la quema incompleta de combustible que podría provenir de embarcaciones o de hollín suspendido en el aire.
La toma de muestras estuvo a cargo de Julieta Cebuhar, bióloga argentina y estudiante de doctorado en la Universidad Federal de Río Grande, Brasil, autora principal de la investigación. Según describe, se trata de una tarea oportunista en la que prima la rapidez para detectar materia fecal fresca asociada a un individuo en particular, colectarla de bandejones de hielo y témpanos a la deriva bajo procedimientos limpios, y conservarla en recipientes herméticos a 20 grados bajo cero hasta su llegada al laboratorio. “Se encontraron residuos plásticos en todas las muestras analizadas y solo hubo diferencias en el tamaño: las focas leopardo habrían ingerido restos más grandes que las otras”, explica la científica, y continúa: “En general este tipo de ingesta tiene efectos negativos para muchas especies, y existen numerosos estudios al respecto, pero esta es la primera vez que se realiza en focas. Por el momento, no estamos en condiciones de afirmar que las enferme o afecte su salud, y las concentraciones halladas son bajas en comparación con otros animales. Lo importante, primero, es reportarlo y después continuar el monitoreo para poder elaborar estrategias efectivas de conservación y manejo del ecosistema antártico”.
La dieta de las focas cangrejeras suele estar representada en más de un 80 por ciento por kril antártico, crustáceo también consumido por las focas leopardo pero en menor medida, ya que estas se alimentan mayormente de peces y cefalópodos –calamares y pulpos– al igual que las focas de Weddell, aunque aquellas también comen pingüinos e incluso crías de otras especies de focas o lobos marinos. “Estas especies suelen ser consideradas predadores tope y mesopredadores, ya que ocupan niveles altos y medios de las cadenas tróficas. Son animales longevos capaces de recorrer extensas áreas en busca de su alimento y en determinadas épocas se agrupan en sitios relativamente accesibles”, comenta el investigador del CONICET a cargo del Programa de Mamíferos Marinos del Instituto Antártico Argentino (IAA) y también autor del estudio, Javier Negrete. Por estas características, explica, son consideradas centinelas o bioindicadores de los ecosistemas, ya que al estudiarlas se puede detectar cambios en el ambiente que ocupan y en las poblaciones de las que se alimentan a distintas escalas de tiempo y espacio.
“Por eso, la detección de microplásticos y otras sustancias contaminantes en las heces de estas tres especies que se alimentan de una amplia gama de animales y en un gran sector del territorio antártico argentino podría indicar que la concentración de estas sustancias en el ecosistema tal vez sea mayor de lo que se cree”, concluye Negrete. “El impacto antrópico en la región se mide por las diversas actividades humanas, principalmente el turismo y la pesca y, en menor medida, por las propias bases científicas que, si bien tienen protocolos para el cuidado del medioambiente, su sola presencia genera indefectiblemente un impacto en términos de contaminación. También hay que considerar lo que puede llegar desde otros continentes a través de corrientes marinas y atmosféricas de los llamados microplásticos secundarios”, apunta Rodríguez Pirani en referencia a las partículas de tamaño microscópico resultantes de la degradación de residuos durante decenas de años por efecto de la luz y la abrasión del clima, entre otros factores. Cabe mencionar que estas piezas tienen la capacidad de absorber contaminantes orgánicos persistentes, que al ingresar al organismo de los animales que los ingieren podrían multiplicar los peligros a los que se exponen.
De acuerdo con datos provistos por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la humanidad produce más de 430 millones de toneladas de plástico al año, de las cuales dos tercios son de un solo uso o de vida corta y en poco tiempo se convierten en basura que, en su mayor parte, desemboca en los océanos. Como no son materiales biodegradables sino que se descomponen en un tiempo que se calcula entre cien y mil años, pasan esa abrumadora cantidad de tiempo flotando en la superficie o encallados en el lecho marino mientras se van degradando lentamente, si no es que antes terminan en el estómago de algún animal que los ingiere por accidente. “La producción de plástico se proyecta en aumento, con lo cual su descarte también seguirá creciendo exponencialmente hasta alcanzar cantidades verdaderamente inconmensurables. Hablamos de una industria que data de la década del ’50, con lo cual en este caso tranquilamente podemos estar analizando fragmentos de aquel entonces”, concluyen los especialistas.
Fuente: CONICET