La cosa es muy sencilla, en realidad.

Coges y agarras

una borrachera de dos días

y al tercero resucitas

de debajo de una pila

de mierda, sudor rancio,

sangre coagulada y heridas sin cicatrizar.

Luego te arrodillas

en el lugar más propicio de la casa

—la cocina, por ejemplo—

extiendes los brazos en cruz

como un santo enajenado bajo la lluvia

en una de esas infames películas de la Biblia

que rodaban hace años

en este país de todos los demonios,

y pides clemencia a Dios y a la memoria

de todos los muertos

y mediomuertos que conoces,

y llamas por teléfono,

agenda en mano, a la esperanza,

a los amigos,

enemigos

y otra gente

de sexo impreciso o intermedio

para anunciar a todos la inminencia

de tu último suicidio

mientras juras

y perjuras

no volverlo a hacer

hasta la próxima

vez.

 

de Roger WOLFE en HABLANDO DE PINTURA CON UN CIEGO, 1992.

 

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