El presidente Mauricio Macri ya obtuvo los resultados del primer test, a menos de una semana de su convocatoria a buscar consensos básicos para trazar una hoja de ruta hacia el futuro.

Allí planteó -con diagnósticos y ejemplos infrecuentemente realistas-, tres caminos y destinos finales con los cuales pocos podrían estar en desacuerdo.

Y encontró la previsible resistencia de los sectores afectados, cuando al día siguiente se develaron las incógnitas que rodeaban a los proyectos oficiales de reforma tributaria y laboral.

Esto confirma que cualquier cambio de fondo no es neutral y, además, genera adhesiones y rechazos asimétricos.

Ningún consumidor publicaría una solicitada para apoyar la baja de 17% a cero en los impuestos internos a celulares, televisores, monitores o motos de baja cilindrada.

Pero si bien los aumentos propuestos como contrapartida deben ser tratados por el Congreso, ya dispararon el lobby de entidades empresarias sectoriales para rechazarlos bajo el consabido argumento de que peligran miles de puestos de trabajo.

Ningún alarde de creatividad.

El ministro Nicolás Dujovne podría apelar a la frase “el que avisa no traiciona” para hablar de la reforma tributaria. Hace ocho meses había anticipado que su efecto fiscal iba a ser neutro para bajar expectativas. En otras palabras, si bajaban algunos impuestos distorsivos iban a subir otros. Esta redistribución de cargas apunta en los papeles a reducir gradualmente los costos empresarios para promover inversiones y empleos privados formales, a cambio de subir gravámenes a rentas y patrimonios -no precisamente de ricos, sino más bien de clase media- y productos “no saludables” (bebidas alcohólicas y azucaradas), una definición que en realidad depende de su grado de consumo individual.

La característica saliente es que estos cambios se plantean en dos velocidades. Parafraseando a Perón, suben por el ascensor los impuestos que aumentan o se agregan a la actual maraña tributaria y bajan por la escalera los que serán reducidos, progresivamente, en plazos de hasta cinco años. Esta asimetría temporal relativiza el argumento oficial de que las actividades afectadas por aumentos (o bajas, como el caso fueguino) de impuestos internos, se verán compensadas con menores cargas fiscales y laborales. Si la ley fuera sancionada tal como está, la presión tributaria subiría de inmediato y los beneficios se verán a mediano plazo. Ocurre con la unificación en 19% del aporte patronal y la rebaja gradual del costo a través de un mínimo no imponible indexado que se completará en 2022.

Y también con la reducción de 35 a 25% de la alícuota de Ganancias para empresas que reinviertan sus utilidades, que se aplicará a partir de 2021, previa escala de 30% en 2019 y 2020. Sin embargo, el proyecto tributario parece ser una hipótesis de máxima. Así lo indica la predisposición oficial a negociar, en el margen, aspectos puntuales o plazos sin sacrificar el objetivo central. Algunos puntos parecen haber sido incorporados con ese propósito para que la ley ómnibus no se empantane en el Congreso. Del mismo modo, al incluir el discutido impuesto a la renta financiera para ahorristas e inversores individuales, la Casa Rosada “primereó” a la oposición y su previsible intención de presentar un proyecto alternativo más duro. Una prueba es otra asimetría; la escasa recaudación que aportaría el gravamen frente a las distorsiones que puede provocar en el sistema financiero, más el costo en credibilidad de alterar las reglas postblanqueo.

 

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