Se cumplen 32 años del fallecimiento del gobernador Ernesto Manuel Campos. 32 años de una desaparición que solo fue física pues su legado sigue marcando los destinos de miles de habitantes de la Tierra del Fuego.

Hablar del Capitán Campos y enumerar las obras fundamentales que señalaron el desarrollo de (primero el Territorio Nacional y luego) la provincia más austral es casi repasar la actual de todos nosotros.

Pero, ¿realmente nos convoca hoy, a 32 años de su muerte, hablar de su vida como político, militar, estadista y un montón de etcéteras? En una fecha tan especial y que definitivamente conmueve a su círculo más íntimo, quisiéramos despojarlo del uniforme y encontrar al hombre que lo habitaba.

Charlar con cualquiera que lo haya conocido es tener siempre la misma respuesta “era una persona llana, sencilla, simpática, amable”. Es difícil encontrar a alguien a quien se le haya complicado el acceso a Ernesto, aún durante la caminata obligada entre su vivienda y la Casa de Gobierno. Todos eran sitios propicios para una reunión.

“Han pasado tantos años y lo siguen recordando. Hoy a través de los hijos o de los nietos. Se acercan y nos cuentan que papá los ayudó a tener el terreno, o el crédito hipotecario para hacer su casa. A mucha gente ayudó con los pasaportes para que puedan ir a visitar su pueblo en Italia o en Polonia”, repasa María Evangelina, una de las hijas de Don Campos.

Con apenas bucear un poco en la vida atípica de Campos, sus hijas, nietos, vecinos, revelan el costado más mundano. Se asoma una figura de hombre común que simplemente tenia algunos sueños por cumplir.

“No nos dábamos cuenta que era un hombre tan importante”, afirma Maria Evangelina sobre los años en que el Capitán llevaba los destinos del Territorio. “Era muy compañero, muy divertido”, y dispara la primera anécdota: “cuando iba a dar alguna conferencia a las escuelas a veces lo acompañábamos con mi hermana menor, nos llamaba ‘Perla’ y ‘Rosalinda’ y decía que éramos sus secretarias”.

María Evangelina está en la ruta. De fondo se escuchan algunos ruidos típicos cuando se detiene en una estación de servicio y mantiene la conversación telefónica que llena estas líneas. No se la ve, pero indudablemente sonríe cuando habla de su padre. El tono de voz es claro y amoroso, es emotiva y agradecida “me impresiona el cariño con el que lo recuerdan y me pregunto si será por su honestidad, aunque lo normal es que hay que ser honesto”.

En el escenario de los recuerdos aparece Kayén, una perra puro perra que Campos encontró abandonada en su paso por Río Turbio cuando iba camino a Ushuaia. Apenas era una cachorra cuando se encargó de la tarea de ser la fiel compañera de aquel hombre. Ambos tenían una conexión inigualable. Visitaba Campos un barco cuando se enteró de que Kayén había tenido crías y dejó todo lo que su trabajo institucional le demandaba para ir acompañar a su inseparable amiga.

Durante un año vivió solo en Ushuaia, “pero él decía que vivía solo con la perra”. Y Kayén ocupaba un espacio (no solo físico) importante en la vida de Ernesto Manuel. “A veces abría la heladera, sacaba una de las milanesas que eran para el almuerzo y se la daba a la perra, mi mamá lo quería matar”, recuerda divertida la hija del Capitán.

Los años pasan, la vida también. Las hijas se casan, forman sus familias, llegan los nietos y Campos se convierte en el abuelo cómplice que toda niñez necesita. En Cosquín hay excursiones al río y pesca masiva de mojarritas. En el Congreso de la Nación las barandas de las escaleras se vuelven parques de diversiones y las medialunas de El Molino, un paso obligado para sentir que la tarea fue hecha.

“Qué bien que hizo las cosas”, reflexiona María Evangelina e intenta buscar en su memoria cuándo fue que se dio cuenta de la importancia que había tenido el gobernador Campos en la vida institucional y cotidiana de la provincia de Tierra del Fuego.

Le aparece una imagen que la sorprende. Son decenas. Cientos. Se agrupan en el aeropuerto y las muchedumbres se multiplican en las calles.

A pedido del propio Capitán, su cuerpo es llevado a Ushuaia para su descanso eterno, “me impresionó la gente que lo esperaba”, asume Mercedes, otra de sus hijas.

Mechita, como la conocen hoy en cuanto círculo se mueve, recuerda el asombro que sintió al encontrase con la cantidad de vecinos que se agolparon en la terminal aérea, en Casa de Gobierno -donde pudieron darle el último adiós- y en el cementerio local. “Lo despidió un mundo de gente”, resume.

“Hace unos días miraba las noticias y veía la cantidad de pasajeros que estaban llegando en los cruceros a Ushuaia y fue siempre lo que proyectó papá, él siempre decía que tenían que llegar cruceros, habló siempre de la importancia del turismo”, cuenta Mercedes, quien visita la capital fueguina todas las veces que puede.

“Yo soy fueguina”, recuerda, y haciendo hincapié en el orgullo que aquello representaba para su padre. “No me llama la atención que me pregunten por él cada vez que visito la provincia”, y llega a la conclusión que el Capitán Ernesto Manuel Campos se ha erigido, a lo largo de las décadas, como un prócer genuino a nivel local.

El anecdotario es largo, sus hijas destacan que el gobernador era una persona divertida y graciosa y a modo de ejemplo rescatan una apuesta con Vicente Padín, a quien le dijo que si concretaba su deseo de hacer el Parque Nacional Tierra del Fuego, le debería una cena.

“Vivíamos cenando en lo de Padín”, se ríe Mercedes, “siempre papá hacía lo que había dicho”.

Fue quizás Arturo Frondizi quien le dio el consejo más sabio de su vida política “nunca conteste un agravio”, le había dicho. Aunque viviendo en un pueblo de 2000 habitantes, donde cualquier molestia aparecía en la primera plana de El Imparcial, o simplemente en el momento de compartir un café en El Ideal. Campos se ocupó de que el trato fuera sutil y ameno, por lo tanto los enojos y las molestias eran casi imperceptibles.

Tras las jinetas y bajo el traje había un hombre común. Uno que crió hijas, consintió nietos, habló todo lo que pudo de su Tierra del Fuego. El que disfrutó la compañía de su esposa y celebró la fidelidad de Kayén.

Ahí nomás estaba el hombre que soñó.

 

María Fernanda Rossi

 

 

 

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