El post se genera en la página oficial de un organismo del Estado nacional. En ella se cuenta que un niño de seis años tiene que caminar varios kilómetros y cruzar un par de arroyos -donde no hay puentes- para asistir a la escuela. Todos los días. Cada día.

El Estado pone al niño como ejemplo de fortaleza, perseverancia, constancia y esfuerzo. Embate una vez más con la idea de la meritocracia, dejando entrever que todo aquello que hace un infante de 6 años de alguna manera le garantiza vaya a saber uno qué cosa.

El mismo Estado que lo abandona y lo obliga a tener que caminar en el medio de la nada y arriesgar su vida cada día para cruzar un par de arroyos y poder así obtener una instrucción que debería ser garantizada justamente por el abandónico.

Ese Estado que pretende instalar una imagen ideal y romántica de las personas pobres. Emitiendo un mensaje artero, que busca golpear con fuerza: el pobre es pobre porque quiere, porque no se esfuerza, porque no busca salir de su condición; si no, miren a este niño, que con tal de educarse sortea obstáculos naturales y el olvido absoluto de los responsables de proveerle lo que sus derechos exigen.

Poner en el altar a los pobres no es una característica noble. Cuando se pone en un pedestal a los pobres, lo que se busca es separarse lo más posible, distinguirse, excluirse de ese mundillo con el que no se tiene nada que ver.

El Estado, que en lugar de proveerle un entorno seguro, un transporte apto o una alternativa viable, lo pone como ejemplo aleccionador para el resto de los niños -y no tan niños- en sus mismas condiciones. Saludan un esfuerzo ajeno porque son incapaces de producir uno propio en beneficio de los verdaderos dueños de las instituciones.

Un Estado que parece que se burlara de la necesidad de una persona que solo tiene seis años y que, lejos de ocuparse de los asuntos que le competen en cuanto a su futuro, destaca que como ellos no hacen nada, el niño lo hace solo.

Un Estado vergonzante. Que solo mira su propio ombligo. Que publica en redes sociales con millones de seguidores ejemplos que no son tales. Un niño de seis años caminando solo por el medio de la nada en el frío del invierno. Un hombre adulto que vende choripanes al costado de una ruta, en un puesto improvisado porque no tiene cómo sostener a su familia. Una abuela de casi 100 años que teje para afuera porque a pesar de haber trabajado toda su vida no puede subsistir con la jubilación de migajas que cobra de cada vez. Y los exalta y los enaltece, sin ver la viga en su propio ojo.

Como una burla permanente, destacan el esfuerzo que no te devuelve nada. Mientras la inflación trepa por las nubes, la deuda externa crece, los precios son inalcanzables y los sueldos se devalúan, ponen en un cuadrito pintado de rosado a un nene que tiene que ocuparse de lo que el Estado no le provee.

Con el tiempo, las publicaciones desaparecen porque alguien en un Focus Group avisa que los números dan mal (N. de R.: la publicación original fue borrada dos días después de publicada). Pero mientras tanto, la idea de la pobreza romantizada se instala y se queda dentro de los desprevenidos. El mundo de las oportunidades se desdibuja en límites irrisorios, socarrones.

¿Qué sigue? ¿Un posteo resaltando que una madre de seis hijos deja de comer para alimentar a su familia? Destacarán el sacrificio de una mujer pobre en pos del futuro de sus hijos, en lugar de intervenir a tiempo. Publicarán su foto y la convertirán en una beata para su propio cotillón. Aplaudirán su nivel de compromiso cuando el suyo, el de las obligaciones del Estado, se desdibuja entre “me gusta” y “retuits”.

 

María Fernanda Rossi

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