La noticia inunda diarios, portales, radios y canales de televisión. La superpoblación carcelaria espanta a cualquiera. Los centros de detención a nivel nacional se convirtieron en un depósito de gente hacinada que la única oportunidad que no tiene es la de reinsertarse en la sociedad.

Los planes de estudios son escasos, la formación en oficios no es permanente. Es fácil olvidarse que dentro de las cárceles hay personas y que en un porcentaje alarmantemente alto son individuos que están cumpliendo prisión preventiva.

Se acumulan como artefactos en celdas minúsculas. Se les exige que trabajen “por la comida y el dormitorio” apelando a viejas prácticas habituales en la época en que comprar y vender esclavos era un negocio fácil y público. 

Se miente y se instala que un preso, por el solo hecho de ser preso, cobra un cuantioso sueldo que supera el salario básico y la jubilación mínima. Los ánimos se encienden y la empatía corre por la canaleta de la superioridad moral.

Entonces, aparecen aquellas mentes iluminadas que proponen que “a los delincuentes” se los confine en un territorio lejano. Si es de clima hostil y de poca comunicación con los centros urbanos que a todos le importan, mejor aún. 

La solución está en Tierra del Fuego. Un pueblo/cárcel con enseñanza de oficios y disciplinas con salida laboral”, propone un usuario en la red social Twitter. Afirmando que la lejanía, el aislamiento físico y las condiciones “inhabitables” de la isla la hacen ideal para desprenderse de lo que en su perfecta sociedad no sirve.

Tierra del Fuego como depósito de lo que algunas personas, que se erigen en una superioridad moral autoimpuesta, consideran desperdicio. Está todo tan mal en aquel deseo, que desmembrarlo y analizarlo se torna complicado y de a ratos raya con la herida en el amor propio.

Primero, pensar en la provincia que habitamos, que ha sido largamente denostada, bastardeada y golpeada. Alejada de cualquier conexión sencilla, desconectada del resto del país por un estrecho que de a ratos se hace océano, desprestigiada por lobbistas con tanto ahínco que todavía hay que tomarse el trabajo de explicar y hacer docencia ante cada artículo tendencioso que habla de la industria nacional. Procesos productivos menospreciados, resultados finales criticados mientras miles de aparatos electrónicos funcionan en millones de hogares argentinos. 

Que vivimos de prestado, que se gasta en este pueblo todo el dinero público, que ni deberíamos ser provincia, que las Malvinas son británicas y nos dejemos de joder… la lista sigue. Nos convertimos en receptores interminables de críticas vacías y sin sustento, pero que se repiten tanto que refutar hasta lo más obvio termina siendo una tarea titánica.

Un patio trasero caro”, dijo otro usuario de la misma red social. “Que se la regalen a los chilenos”, contestó otro. Una pesadez que se transforma en malhumor que no puede ser comprendido. Se lucha contra los molinos de viento. Contra las grandes corporaciones mediáticas, contra la instalación suspicaz del desperdicio de dinero del erario público, contra el bendito “rol de los medios”.  

Todo eso abre la última de las puertas, la de creerse autorizado a afirmar que como “allá en el culo del mundo” nada bueno puede haber, podemos mandarle lo que en esta sociedad no está -ni quiere ser- moralmente aceptado. 

Aparece una vieja melodía infantil española, una que resuena cuando aparecen aquellos que se asumen impolutos.

Tanto reloj de oro,

tanta cadena,

luego vas a su casa

y allí no hay cena.

Con morales dudosas de oficinistas que se llevan la resma de papel para imprimir en casa, de abogados defensores de culpables, de señaladores de vidas ajenas cuando adentro de sus casas no pueden lavar ni sus propios platos.

Los superiores demandan que la escoria se esconda donde no se note, donde las condiciones puedan ser lo más precarias, lo más humillantes y lo más hambrientas. No importa si allí convive el ladrón de gallinas y el depredador sexual. Si le falló a la sociedad no hay oportunidad que valga.

El escalón de la superioridad es tan alto que les da la sensación infame de que “todo se consigue con esfuerzo”. Dan un ejemplo, dos, el propio, el del primo y siempre aparece algún vecino que refuerza la teoría. “Yo crecí en una casa pobre y no soy delincuente”, creyendo que la historia que cuenta su ombligo es la historia de todos los demás.

Desconocen el mundo donde la violencia es el pan de cada día, donde estudiar es casi una burla y que los chicos son expulsados de las escuelas con tanto desprecio que parece que salieron escupidos. Y que se los escupe a un mundo donde serán manipulados, usados y corrompidos, pero también serán abandonados, ignorados y despreciados. Crecerán en un laberinto con una arquitectura tan perfectamente cruel que son pocos los que logran encontrar la verdadera salida.

Allá afuera hay un hambre que quizás ninguno de los lectores reconozca. Es el hambre de no saber que se tiene hambre. O sueños.

El abuso constante, la naturalización de la violencia y de los estereotipos. Escondamos lo que no sirve. Levantemos la alfombra gigante con forma de isla triangular y barrámoslos debajo. Si están lejos, si están tapados, si están lo suficientemente oprimidos, por ahí tenemos suerte y nadie se acuerda de que existen.

 

 María Fernanda Rossi

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