Me llamo Sandra y tuve a mi único hijo en 1993. Cuando supe que, producto de un abuso sexual que había sido cometido por mi propio tío, estaba embarazada, creí que mi vida estaba destruida.

No solo me había dañado alguien a quien yo quería de la manera más pura del mundo sino que encima, producto de ese daño estaba gestando una vida que no estaba planeada y que no quería.

El tema fue tabú en mi familia. Apenas si le pude contar a mi mamá que su hermano había roto todos los niveles de confianza. Cuando mi papá supo que estaba embarazada asumió que todo lo que conocía se había terminado. Durante mucho tiempo, más del que recuerdo, estuvo deprimido. Se sentía culpable por no haber podido cuidarme y sabía de algún modo que todo lo que venía después iba a ser muy difícil.

Crecí en una familia que si bien era creyente nunca fue demasiado practicante. No pensaba en “el pecado” o en “el infierno”; no, no pasaba por ahí lo que yo sentía muy adentro mío. Es difícil de explicar cuando el único argumento que tengo es mi propia convicción, pero no, es más allá de eso. Estaba decidida a seguir adelante. El dolor era profundo pero tenía que intentar.

Elegí. Tuve la posibilidad. Para mí fue muy importante poder decidir cómo iba a continuar mi propia existencia y había una sola cosa que tenía bien en claro: lo que estaba creciendo en mi vientre no tenía la culpa de nada de lo que había pasado. Era simple para mí, el camino era uno solo, no podía ni pensar en interrumpir el desarrollo de un inocente.

El hijo de Sandra nació en el medio de la noche larga del invierno. Lloró poco y no recibió demasiada atención en sus primeros días de vida. Todo estaba bajo control dentro de las cuatro paredes de la habitación del hospital. Pronto se terminaría esa falsa seguridad.

La mente de la reciente madre estaba en constante movimiento. Miedo. Tristeza. Esperanza. Futuro.

El embarazo había sido clínicamente bueno, el parto fue fácil, intentaba por todos los medios que la conexión surgiera en algún momento. No le pudo dar de mamar y su mayor miedo era sentir rechazo por ese hijo que, después de todo, había elegido. Pasaron los días. Crecieron ambos. Sin darse cuenta, fueron uno.

No todos los días era sencillo, pero supo siempre que la dificultad también sería necesaria. “Le pasa a todas”, repetía.  

Muchas noches me desperté con sensación de ahogo. Abría la ventana de par en par, aunque la sensación térmica fuera bajo cero, sacaba la cabeza y el golpe de frío me ayudaba a poder tomar una bocanada de aire. Soñé demasiadas veces con mi agresor y de repente un día me di cuenta que el miedo no era por criar a mi hijo en ese contexto, lo que realmente me daba miedo era que ese señor quisiera tener un contacto, involucrarse con mi bebé. Nunca lo había denunciado y legalmente tenía todo el derecho.

El miedo la persiguió más de lo que quisiera admitir pero de alguna manera, a la que extrañamente podemos llamar “afortunada”, el hombre que había abusado de ella nunca reclamó nada. Tampoco pidió perdón. Se alejó para alivio de tantos.

El niño creció y las preguntas no tardaron en aparecer. Hubo excusas, relatos, verdades a medias y ejemplos conocidos. Irónicamente, la mentira sostenida a lo largo de los años era la única opción.

Cuando empezó a salir me contó que le gustaba mucho una chica y como si fuera un chiste me dijo “si la piba no me da bola yo la avanzo igual”. Tardé en reaccionar porque, tal como cuentan en las películas, ví pasar mi vida por delante de mis ojos. Ese día supe que era el momento de contarle una historia que él nunca hubiera querido escuchar.  

Sintió cómo cada una de sus palabras lo azotaba de una manera feroz. Cada frase era un latigazo en el medio del pecho. Hubo llanto, enojo, bronca, frustración y un aprendizaje que nadie quería tener.

Sandra se tomó el trabajo de contarle, con más detalles de lo que esperaba, todo lo que le había pasado. Y también se tomó el tiempo de explicarle cómo y por qué entendió que la única opción era seguir adelante, tener a ese hijo, su hijo, y brindarle tanto amor como pudiera.

No me habló por un par de días. Cuando finalmente rompió la barrera del silencio me dijo que no estaba enojado, pero que no podía procesar lo que le había dicho. Nunca sintió rechazo o falta de amor, sin embargo quería entender mi incondicionalidad. No había nada que explicar, era mi hijo.

Mi panza creció y ahí estaba. Jamás dudé de eso. El único cuerpo que tenía que cuidar, era el de él.

 

Por María Fernanda Rossi

 

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