Apenas habían pasado unos minutos de las 12 cuando mi teléfono empezó a vibrar. Mientras todos en el salón brindaban yo emprendía el camino hacia afuera con el corazón en la garganta. Era mi primera navidad lejos de casa.
Tenía 21, en camino a los 22. Hacía unos meses que había decidido que quería volver a mi Río Grande (casi) natal, y valerme por mi mismo. Mis papás, mis hermanos, toda mi familia estaba en Comodoro Rivadavia, unos 1700 kilómetros al norte de donde me encontraba.
Era el año 2009 y los teléfonos todavía se limitaban a mandar mensajes y recibir llamadas. El mío por lo menos. Era inevitable para mí sentir esa nostalgia de la distancia. La primera vez que había pasado una fiesta fuera de casa había sido por trabajo, unos años antes, para año nuevo en un hotel comodorense.
Pero no era lo mismo. Yo sabía que nos distanciaban unas cuadras. Mientras esperaba el llamado mi cabeza hacía a la velocidad de la luz el recorrido que me separaba de mis afectos. Los kilómetros hasta San Sebastián, las fronteras, la ruta infinita de ripio que llega hasta Bahía Azul, la fila para la barcaza; Monte Aymond, Río Gallegos. Kilómetros y kilómetros de nada.
Piedra Buena, San Julián, Fitz Roy, Caleta Olivia. Las imágenes son similares pero los kilómetros pasan, uno tras otro. Se dibuja la sinuosa ruta 3 en mi imaginación, entre Caleta Olivia y Comodoro. Señal que estoy cerca casa. Cruzo volando el ingreso a la ciudad y caigo en el Barrio Juan XXIII.
En casa están todos afuera viendo el espectáculo de fuegos artificiales que los vecinos hacían lucir. Mamá y papá abrazados, mis hermanas correteando. Mi hermano con ellos, pero solo, consiente de que alguien falta esa noche por primera vez y se siente.
O así me los quería imaginar. El templo de la iglesia “Hay Vida en Jesús” había sido trasformado en un gran comedor. Varias mesas desparramadas por todos lados derrochaban ambiente familiar. No era el único que había estado lejos de casa esa noche, ni era la primera vez que ese lugar se convertía en ese refugio para los que habían tenido que quedarse solos en Navidad.
Era imposible no remitirse a alguna de cualquiera de las noches buenas de las que estuvo minada mi infancia. Más de una década atrás, en ese mismo lugar, pero en otro edificio, mis padres habían tenido esa iniciativa. Navidad para todos, y que nadie se quede solo en noche buena.
Al principio en casa éramos apenas 4, y en los últimos años 5 y después 6. En la mesa nunca faltaba alguien con quien no nos unía la sangre, pero sí la posibilidad de compartir con quien tenía lejos a sus seres queridos. Para mi una costumbre, como la de cualquier otra familia. No entendí bien lo que significaba estar en uno de esos refugios navideños hasta que me tocó a mí.
El teléfono sonó. Era mamá, salí con mi copa afuera y cerré la puerta detrás de mi a la vez que atendía. “¡Hijo, Feliz Navidad! ¿Estás bien? ¿Con quién estás?”. De fondo, los saludos a los gritos de mis hermanos se colaban al saludo angustiado de mi madre. “¡Feliz Navidad! Si má, estoy bien. No estoy solo, no te preocupes”, dije, diluyendo la preocupación del otro lado.
Después del saludo pertinente volví a entrar. Hacía un frío de diciembre que no sentía hacía años. En el salón todavía las copas chocaban de un lado a otro. Las familias que tenían más miembros -y que decidieron dejar sus casas para compartir con los que no-, se sacaban fotos.
“¡Gordo! Vení que te esperamos para la foto”. El grito llegaba del fondo, al lado del arbolito. Una de mis familias amigas me esperaba para esa foto familiar. Compartimos la misma mesa, la misma comida. Charlamos, recordamos viejas navidades de la infancia. Nos reímos y para las doce brindamos y nos abrazamos. Olía a familia, tenía gusto a familia ¿quién podía decir que no lo era?
Alejandro tenía apenas 18 en 2005 cuando le tocó estar lejos de su familia en Navidad. Unos tíos lejanos le hicieron lugar, y cumplieron con los ritos, pero no dejó de sentir el ambiente distante. Sumado a que se enteró que no podía tirar fuegos artificiales como en Formosa, donde había pasados casi todas sus navidades anteriores.
“Le pusieron onda, pero no era lo mismo. Para mí fue una Navidad fría, no tener el calor de mi familia. Yo saludaba, pero por dentro quería llorar. Trataba de comunicarme con mis padres y era muy complicado”, recuerda.
¿Qué hace que una Navidad sea cálida y otras fría cuando uno está lejos? ¿Es que con el compromiso solo de hacer lugar en una mesa no alcanza o hay que poner una cuota personal para que la fórmula funcione?
Unos años después de esa Navidad de 2009 volví a pasar navidad en la mesa de otra familia. Los Rossi siempre hacen lugar para que nadie pase solo Noche Buena. Aunque el arranque es tímido, el calor familiar va derritiendo esa sensación y el sentido de pertenencia te inunda gradualmente hasta hacerlo por completo. Y es que conocía esa sensación, y estaba dispuesto a dejarme llevar por esa Navidad familiera, aunque en los papeles no se tratara de mi familia.
Que no te quedes con hambre y que tu copa no esté vacía era una consigna tácita. Y que se cumplía al pie de la letra. Los años fueron sumando comensales, parejas, hijos, otros solitarios que había que adoptar. La mesa nunca quedó chica, y el corazón siempre hubo lugar para uno más. Si algo me faltaba para arraigar esa costumbre navideña de no dejar a nadie solo en época navideña era pasar alguna fiesta con los Rossi.
Y es que hacer un lugar en la mesa, compartir una cena. Abrazar a alguien que está solo y lejos de sus casas es quizás la expresión mas profunda de lo que significa la Navidad. No son los regalos (aunque creo fielmente que en su mayoría son expresiones sinceras de cariño, más allá del consumismo) no es la comida o la bebida en abundancia.
No puedo dar fe de todas las veces que hicimos de familia para los que estaban solos y lejos. Hoy a casa de mis padres se suma Dudún, una chica de Haití que está sola en la ciudad y habla muy poquito español. Mis papás no dudaron un segundo al invitarla. Ni siquiera nos preguntaron, sabían que en nuestra cabeza la idea de invitarla a la cena de noche buena ya se había gestado.
Estoy convencido que es algo contagioso. Y que una vez que ocupas los dos lugares del mostrador, el acogido y el acogedor, es imposible transitar esta fecha de la misma forma. No dejen que nadie se quede solo en esta fecha. Y traten de no atravesar solos Noche Buena y llegar a Navidad sin que alguien los abrace. Feliz navidad para todos.
Pablo Riffo