La periodista Gisela Galimi indaga en su propia historia y suma voces sobre la maternidad, el silencio y el cuerpo de otras personas que padecieron la enfermedad.

 El nuevo libro de la periodista y poeta Gisela Galimi, “Una palabra tuya bastará para sanarnos”, narra la época en la que la autora sufrió lepra, una enfermedad considerada maldita durante mucho tiempo, e indaga en el silencio, la maternidad y el cuerpo a través de distintas experiencias de personas que la padecieron, a la vez que busca romper con los discursos alrededor de esta afección.

Galimi nació en la ciudad bonaerense de Lobos, y actualmente se desempeña como docente universitaria en materias de redacción y comunicación. Durante su adolescencia, atravesada durante la dictadura cívico militar argentina, la poeta padeció lepra (una enfermedad infectocontagiosa crónica que afecta principalmente a la piel y a los nervios periféricos) en silencio. Sus padres no se lo contaron.

La poeta se enteró a sus 21 años cuando fue a una consulta y la médica que la recibió le expresó que era momento de saber “la verdad” sobre lo que le pasó porque “ya era una mujer”. “Tuviste la enfermedad de Hansen, pero estás curada hace tres años”, le dijo.

En “Una palabra tuya bastará para sanarnos”, publicado por la editorial Penguin Random House, la escritora no solo relata su propia experiencia sino que reúne distintas voces de enfermos y enfermas de lepra que surgieron de una investigación. De esta manera, Galimi construye un libro en el que se tira de la palabra “como si se tirara de un hilo que permitió nombrar para poner las cosas en su lugar”, señala.

-Télam:¿Cómo surge la decisión de contar la historia de la enfermedad desde la perspectiva de la niñez?¿Encontraste desafíos al narrar desde este punto de vista?

-Gisela Galimi: Creo en las historias en presente. Me gustan mucho las historias contadas así y en primera persona porque es una herramienta muy poderosa. Además, hay algo de la enfermedad que sigue presente en mí o siguió hasta ese momento. Quizás, porque no había estado presente cuando tuvo que estar presente. Fue decir: “Hay algo de mí que quedó estancado ahí sin poder decirlo. Lo traigo y lo digo como lo sentí”. También tengo mucha memoria de la emoción que atravesé en esos momentos. Por eso, quizás naturalmente, surge de esa manera. El libro va y vuelve. Es un presente siempre pero en distintos momentos; esa fue un poco la intención. Siempre está en presente aunque a veces hablo del pasado. Un poco es lo que hace la escritura: nos ayuda a mantener un presente y a evocar una sensación.

-T.: ¿Te encontraste con obstáculos a la hora de indagar en otros casos?

-G.G.: En el proceso de investigación nadie quería hablar. Desde el momento en que mis padres me dijeron que tenía la enfermedad, nunca lo tomé como una dificultad. Lo conté y que las otras personas siguieran en la misma situación de silencio, me llamó mucho la atención. También, a veces uno busca los lugares incorrectos porque no llamé al Hospital Nacional Sommer de una, empecé a hablar con conocidos, a darle vuelta. Supongo que es parte de ese proceso donde cada uno busca escribir de la manera que le sale.

-T.: ¿A lo mejor necesitabas abordar la historia por los costados, por los bordes?

-G.G.: Totalmente. Esta es una historia que va por los bordes. De alguna manera, lo que me estructuró en un momento fue un folleto de difusión de la lepra que cuenta los mitos que sigue habiendo en torno a la enfermedad: “la lepra no existe” o “se contagia familiarmente”. Eso me organizó para que pensara cómo meter las historias dentro de esos axiomas. Aunque no está nombrado en el libro, cada caso va mostrando diferentes aristas y rompiendo con esos discursos que hay sobre la lepra hoy.

-T.: Sigue habiendo casos de lepra y sin embargo, se habla poco del tema. ¿Considerás que hay un prejuicio alrededor de la enfermedad?

-G.G.: Creo que hay ignorancia, las personas no saben mucho de la lepra. El enfermo de lepra, como en el caso que mis padres que callaron, se fue escondiendo porque era muy cruel lo que pasaba con el enfermo. Hasta el año 1960, aproximadamente, a la persona que tenía lepra la encerraban en un leprosario y si quería salir, le tiraban balas a las piernas. La aislaban de su familia. No los juzgo porque era el modo que tenían de evitar que nadie se contagiara. Es lo mismo que pasaba con el Covid, nos mandaban a casa. Nos pasamos poniéndole alcohol a la comida y no era necesario. Con la lepra, como fue tan cruel, la gente se empezó a callar. El prejuicio no era malintencionado, fue un prejuicio nacido en el silencio.

-T.: En un momento de la historia resuena el “Nunca más” en referencia a la dictadura militar argentina, ¿en qué medida considerás que la decisión de hacer silencio por parte de tus padres habla de un miedo situado en el contexto del gobierno de facto?

-G.G: Transito la enfermedad durante la dictadura militar. Mis papás no decidieron solitos no hablar del tema, era la modalidad de la época. El médico les dijo que no la nombraran en el pueblo y que se quedaran tranquilos que no iba a contagiar. Pero sí creo que había una dinámica de la época de no hablar. No estoy 100% segura que fuera solo por la dictadura. Un montón de familias no hablaban de un montón de cosas. Hoy esta todo hablado y hasta ahí. Era una época que no se hablaba ni entre las parejas, había mucho silencio en general: las historias de suicidios o de enfermedades se callaban.

Me sorprende recordar que en mi casa no se hablaba del tema de la dictadura. Cuando asumió Alfonsín, tenía 16 y recuerdo que, cuando empezó a hacer campaña y a hablar en contra de los militares, pensé: “Lo van a matar”. Y nadie me había dicho en mi casa ni en ningún lugar “A la gente que habla, la matan” pero había algo que me hizo asustar. Si bien es verdad que mi papá era peronista y estuvo preso unos días y no es que era una familia que no tuviera ninguna relación, pienso que el silencio en los vínculos es anterior a la dictadura pero en la lepra tiene su justificación particular.

-T.: ¿Cómo aparece articulada la tensión entre el silencio y la palabra sobre la lepra en tu novela?

-G.G.: Aparece naturalmente, porque venía del silencio y cuando venís del silencio, el silencio se te presenta como natural. En mi caso, la palabra fue liberadora. Hay otras personas que quizás la palabra los angustia. La tensión entre la palabra y el silencio estaba ahí antes que yo, en esta enfermedad y en la sociedad. Entonces, el tirar de la palabra para mi fue tirar de un hilito que permitió nombrar para poner las cosas en su lugar. Además, una de las cosas que me pasa con el silencio es que me resulta muy polisémico. Se llena de lo que a cada uno se le ocurra, en cambio, cuando uno nombra, logra poner cada cosa en su lugar. A veces son lugares incómodos pero es el lugar de cada cosa. Por ejemplo, cuando alguien “clava el visto”, uno empieza a maquinar un montón de respuestas que son propias. Y el otro por ahí estaba en el colectivo y simplemente no pudo responder. Entonces hablar es ordenar.

-T.: Tu libro también indaga en la posibilidad de escribir para curarse y reflexiona sobre los procesos de escritura, ¿se trata de generar un clima íntimo o de cercanía entre lectores y el autor?

-G.G: Escribo mejor cuando escribo conversando. Un poco fue sin querer. Me sale más lindo, por decirlo de alguna manera, que cuando me pongo seria. Y me sale mejor la intimidad. Contar la enfermedad en la escritura tuvo que ver con establecer una intimidad con el otro. Si puedo decir que, “ex profeso”, aproveché para contar algunas cosas que pienso: esas pequeñas verdades que uno piensa a lo largo de la vida. Por ejemplo, cuando escribo que en algunos lugares tristes las flores crecen más lindas, me acuerdo que ese pensamiento ya lo tenía de chica porque en algunas casas grises, el jardín es la riqueza. Eso fue intencional. No es la gran sabiduría, son pequeñas verdades del mundo y me pareció lindo que estén.

Es mi modo de establecer vínculos. Me interesa establecer vínculos cercanos con el otro, en la vida y en la escritura. Si uno abre su puerta, el otro también lo hace. La sensibilidad es como un tubo. ¿Si lo abrís entra lo malo? Sí, pero lo cerrás y no entra nada, ni lo bueno ni lo malo. Uno puede correr ese riesgo. Y el libro también lo hace: mostrar la trama y su otro lado.

-T.: La novela tiene la enfermedad como columna vertebral pero también tiene muchos otros temas. ¿Cómo aparece la temática de la maternidad?

-G.G.: La maternidad es otro modo de “tener voz”. Me sorprende que tenga tan mala prensa en este momento. Me parece buenísimo que quien no quiera tener hijos, no los tenga. No estoy diciendo que hay que tener, ni es un discurso de Susanita. Pero también es un modo de multiplicar la voz porque implica un corrimiento personal y eso amplía el mundo. Siento que es un gran aprendizaje, en cuanto al silencio y en cuanto a la palabra. Un niño de casi un año no habla y uno lo entiende. Con la palabra, uno le abre el mundo de las palabras a otro.

“ME INTERESÓ MANTENER LA HISTORIA A RAYA”

El nuevo libro de la escritora argentina Gisela Galimi deja entrever su vínculo con la poesía tanto en el ritmo de la narración como en la recurrencia a distintas metáforas para expresar las verdades que constituyen la trama, pero también fue una forma de que el libro “no se ablandara ni sonara a autoayuda”, afirma la autora.

-T.: Narrás en tu libro que tus primeros acercamientos a la poesía fueron de pequeña, a eso de los cinco años ¿Qué recuerdos tenés de esos primeros momentos explorando en la escritura?

-G.G.: A los cinco años escribí un poema. Era sobre mi hermana que tenia dos años. Como adulta, pienso que buscaba atraer la atención de mi familia. A mi papá le gustó, le pareció muy lindo, lo anotó y me dijo que era poeta. Era un poema bastante bueno, decía: “Las manos de mi hermanita son de seda natural verde, roja y amarilla// Son como dos campitos sembrados de perejil”. Me acuerdo que quise decir que eran lindas porque mi mamá tenía un vestido de seda natural verde, roja y amarilla que a mi me encantaba. Me acuerdo la alegría de decir algo y no decirlo. Tenía un secreto porque había dicho algo pero la gente no sabía que yo lo había dicho por ese vestido. Estaba inaugurando en mí la metáfora. A los 8 años dije que quería trabajar de escribir y me la pasé escribiendo toda mi vida: hice periodismo, después prensa, ahora doy talleres literarios, hago poesía. Siempre escribo así que fue una marca decir “soy escritora”. A veces pienso que tener eso tan definido es algo malo. Nunca soy otra cosa. Hay personas que son mas dúctiles.

-T.: El lenguaje poético tiñe toda la historia, ¿tiene que ver con tu estilo o su utilización estuvo al servicio de generar un efecto en particular?

-G.G.: No hubo una intención de mostrar que soy poeta. Lo voy a decir soberbiamente: soy poeta. Eso quiere decir que hubo un trabajo de tener a raya la palabra, que es lo que hacemos los poetas. Me interesó mucho que no se ablandara la historia. Podría haber contado toda mi vida pero no me interesaba. Con las 8 páginas de Word iniciales, estaba suficientemente contada esa primera historia. No me interesó tampoco que hubiera 800 personajes. Me interesó mantener la historia a raya y creo que en eso hay una operación poética. También me interesó que cada palabra se ganara su espacio a los codazos en el libro porque yo creo que la belleza es como una lanza. Hay algo de precisión que creo que viene del lenguaje poético.

Además, porque la belleza es absolutamente conmovedora. No sé si lo logré pero hubo una intención de que sonara bien. Escribo en voz alta, lo leo y lo leo. Quizás porque empecé a escribir antes de saber escribir. El ritmo es muy importante, que suene bien, que haya belleza. No lo digo desde un lugar soberbio sino como una búsqueda. No quería que el libro se ablandara, ni que sonara a autoayuda, o a “pobrecita”. Me pareció que el modo era apretar el libro lo más posible, que no dijera ni una palabra más de la que tenía que decir.

Fuente: Agencia Télam

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