Sin traje de neoprene, apenas con gorros y antiparras, se les animan a aguas a tres grados, rodeados de nieve y con un clima hostil. Qué los lleva a un desafío que los expone a la hipotermia.
Junto al Canal Beagle el teléfono indica 1° C. Son las ocho de la mañana. Gaby llega hasta la playa de piedras. Están cubiertas por la nieve que cayó anoche. El cielo no quiere ser otro que gris y los picos presumen de sus cumbres blancas. Gaby extrae del bolsillo de su campera una cajita azul. Se quita uno de los guantes de lana. Abre la caja. Toma un termómetro digital. Se acerca a la orilla. Lo introduce en el agua. Espera dos minutos. Lo levanta. Lee en el display: 3° C.
Gaby sonríe. Empieza a desvestirse. A sus pies cae primero la campera. Le sigue el polar y el otro guante. Se descalza las botas de piel. Se pone un poncho de toalla celeste, que le cubre torso y muslos. Saca su remera por debajo de esa “carpa” improvisada. Afuera también quedan los pantalones e interiores. Después, y en una sola maniobra, Gaby calza y sube el traje de baño enterizo, también por debajo del poncho. Es el turno del adiós a las medias térmicas. Asoman los pies blanquísimos. Como las pantorrillas y las rodillas. La helada ruboriza la piel. El espejo de agua plomizo intimida. Gaby agita su cabellera enrulada y morena. La enrolla bajo un gorro de látex. Gaby guarda absoluto silencio. Mira el agua planchada. Alrededor suyo hay ruido y más movimiento. Gente que va y que viene. Otros nadadores. Ansiosos. Excitados. Gaby parece no escucharlos. Respira leve. Tiene la presión un poco alta por el frío y los nervios. Se calma. En un segundo vuela el poncho por el aire. Reluce su traje de baño todavía seco. Debajo de esa malla, Gaby debería llevar branquias. Quizá las tenga. Su equipo minimalista se completa con tapones para los oídos, que evitan el mareo que pueda provocar el agua fría. La punta de la nariz rubí. La piel tirante. Gaby baja sus antiparras a la altura de los ojos. Su cuerpo se proyecta como dardo hacia el agua. Bracea una y otra vez. Sabe que tiene tres minutos para dar lo máximo de sí. Sabe que pasarse de ese tiempo la puede hacer entrar en hipotermia. Está acostumbrada a que la llamen “loca”. Para ella es un orgullo.
Desafiar los límites. Está en Ushuaia para participar de su primera competencia de natación en aguas abiertas y heladas. Gabriela “Gaby” Aguilera nada desde chiquita. Tiene 43 años y trabaja como secretaria en un instituto de inglés en El Calafate. Gaby sigue braceando. Entrenó todo el invierno. “No nos agarramos ni un resfrío en todo el año. Al contrario, me enfermé cuando dejé alguna semana de entrenar. En la oficina te encontrás que están todos con laringitis, faringitis. Yo nunca caí. No resulta imposible nadar en agua helada. El cuerpo se va adaptando. Hay que buscar un médico y hacerlo a conciencia. Incluso te fortalece el sistema inmunológico. Nadar en la naturaleza es maravilloso. Te genera una sensación de libertad única. Y ver la orilla desde el otro lado, te aporta otro punto de vista”, analiza.
Cerca suyo dos guardavidas sumergidos, y protegidos con trajes de neoprene, la observan. Un gomón de prefectura naranja fluorescente, como los uniformes de los prefectos que también controlan. Parecen boyas humanas. Los amigos varones de Gaby, con gritos de aliento, rompen el clima de desolación y misterio que ronda esta punta del mapa. El fin del mundo. Ellos también son nadadores. Esperan su turno para medirse en esta pileta sin horizonte. Todos llegaron desde El Calafate. Anoche nadie durmió. Los nervios los dejaron entregarse al descanso apenas tres horas. Aseguran que alcanza. Desayunaron temprano, lejos del horario de la competencia para extremar cuidados. “Soy insegura. Daba vueltas en la almohada. Me repetía, ‘¿lo lograré’? Trato de pensar que será un juego”, se atajaba Gaby en la previa. Ahora está por completar sus primeros 50 metros. Ya los tiene. Ya emerge del Canal. Hay aplausos y más gritos. Gaby quiere hablar. No puede. Tartamudea. Su boca se mueve como pianito. Le acercan un té. El vaso desborda. La mano de Gaby no para de temblar. La envuelven en una manta. Parece la sobreviviente de un naufragio. La conducen hacia una carpa donde arden algunos leños. Es un sauna especial. Lo trajo desde Rusia Matías Ola, presidente de Swim Argentina y organizador de esta competencia de nadadores extremos.