El 27 de abril de 1906, en el pequeño cementerio junto al mar desde donde se puede ver el Cabo Domingo en todo su esplendor, un grupo de padres salesianos dio cristiana sepultura a un hombre de 58 años. Este neoyorkino murió de pulmonía; enfermedad que en esos años, junto con la tuberculosis, era una las principales causas de muerte de los selk´nams.

Atraído por la “fiebre del oro” que se desató en el tercer cuarto del siglo XIX, el norteamericano había llegado a la Tierra del Fuego dispuesto a establecer, en el norte de la isla, una explotación del preciado metal. No alcanzó a enterarse de que la actividad realmente era poco rentable.

Al archipiélago fueguino llegó arrastrando la silla de ruedas de su mujer enferma, preparado para emprender la que sería su última aventura. Su esposa, Lola, era una señora de su casa, una criolla muy católica que parió un hijo por año durante doce años. Dos de sus hijos murieron enfermos en la infancia. Y otros dos de sus hijos morirían involucrados en accidentes aéreos: Eduardo, intentando batir el record de vuelo nocturno en globo, se perdería para siempre (ni su aerostático ni su acompañante ni su cuerpo fueron encontrados nunca); Jorge, el más famoso, pionero de la aviación argentina, conocedor de los misterios de la electricidad y terrible con los puños, moriría con 38 años, una tarde de marzo de 1914, después de perder el control de su avión y que este cayera como un piano sobre la tierra mendocina. Se hicieron siete tangos en su honor.

El neoyorkino enterrado en el cementerio indio de Misión Salesiana de La Candelaria había sido dentista: tuvo un consultorio en Buenos Aires, en la calle Florida al 400, y otro en Rosario. Entre sus paciente se encontraba el General Roca, quien lo había instado, después de la Campaña del Desierto, a comprar campos en el sur.

No era la primera vez que buscaba oro. Ya había estado en Alaska desarrollando esta actividad, después de haber terminado como prisionero en la Guerra de Secesión.

Sarmiento había frecuentado el hogar de sus padres en Nueva York.

Los que lo conocieron afirman que era un soñador y que su mente estaba llena de proyectos fantásticos; que era un visionario amante de la aventura, carente de todo sentido práctico.

Enredada de piedras, murtillas y coirones, la tierra dura del cementerio de la Misión guarda sus huesos, sus sueños y su último fracaso.

Ralph Newbery se llamaba.

 

Fede Rodríguez

 

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