A comienzos del siglo XX, en una tarde a la hora de la merienda, entró una niña selk´nam al comedor de la Misión Salesiana de Río Grande y empezó a hablarle rápido a una monja italiana que todavía no entendía su lengua. La hermana la saludó y le acarició el cabello para tranquilizarla pero la niña comenzó a llorar. Estaba pálida y muy asustada. Cuando se dio cuenta de que la monja no iba a entender lo que quería decirle, llevó sus manos con fuerza al cuello y dejó caer la cabeza que quedó como colgando. La mujer comprendió que alguien se había ahorcado. La niña llevó corriendo a la monja hasta el lugar. Todos los chicos del comedor quedaron consternados y a cada salesiano que entraba le repetían el gesto de las manos apretando el cuello.
En esa tarde, con un cielo sucio de nubes y un sol frío al que le faltaba fuego, en uno de los galpones que servía de pañol, encontraron a una mujer selk´nam colgada de una viga del techo. Usó para terminar con su vida un tendón de guanaco muy fino que en ese momento le estaba rajando la piel de la garganta.
La mujer se colgó en los campos de lo que fue su antigua patria.
Los selk´nam morían luchando o de viejos; el suicidio no era algo común entre ellos.
Llamaron a la Madre Superiora, al Padre Director y al hechicero de la tribu.
El hechicero fue informado de lo que había pasado, se quedó en silencio un largo rato y se fue sin decir nada. Minutos después volvió con su gente y cortaron el tendón. El cuerpo cayó al suelo y quedó como enroscado. Hicieron una camilla con palos y cueros de cordero y se lo llevaron.
Cuando moría un integrante del clan todas las personas del campamento cubrían su caras, brazos y pechos con cenizas mezclada con arcilla roja y grasa de ballena, y se cortaban parte del cabello como señal de duelo. Al cadáver lo envolvían en pieles de guanaco y lo ataban con nervios y tendones del mismo tipo del que la mujer usó para matarse. Luego lo enterraban en el bosque o entre las rocas, lejos del hambre de los zorros y los caranchos.
En el último período de la vida ancestral selk´nam, debido a las epidemias que habían traído los blancos, algunos cuerpos se quemaban.
En este caso, hicieron una pira funeraria de poca altura porque no tenían mucha leña.
La muerta fue puesta sobre la pira.
El hechicero dio un largo discurso con una voz muy suave que pareció la continuación de una conversación empezada.
Los sacerdotes no sabían qué hacer porque la aborigen no era bautizada. Una hermana se puso a rezar el rosario. Algunos religiosos cuestionaron la posibilidad de darle responso por la calidad de suicida de la mujer.
El Padre Director comenzó a rezar en latín, muy fuerte, pidiendo por el alma de la difunta. En un momento se le cortó la voz y se le hizo un nudo en la garganta como si se le hubiera quebrado el alma.
Al concluir el rezo, el hechicero le tocó el hombro en señal de agradecimiento.
Un buen viento avivó el fuego y todos se quedaron mirando en silencio, viendo cómo se quemaba el cuerpo de la mujer y pensando en la muerte que a cada uno le tocaría, hasta los últimos momentos del incendio.
Esta historia la leí en el libro Nosotros te contamos (historia de La Misión salesiana) del Padre Jorge Langus. Mingo Gutiérrez en una nota publicada en su blog El mensajero del río, hace unas semanas, comentó que mientras Omar Hirsig y yo estábamos dando los toques finales a nuestro libro Zink City (una serie de cuentos e historietas de terror donde el querido Padre Zink, en plan superhéroe, debe luchar contra insólitos demonios), el Padre Langus estaba escribiendo una biografía de Zink. ¨Y relacioné el hecho de dos libros sobre un mismo personaje, al mismo tiempo, como otra de las tantas duplicidades propias de nuestro pueblo¨ dice Mingo en su nota. Yo leí la historia del suicidio de una mujer selk´nam, que ahora recreo, de casualidad. Una alumna me acercó el libro en clases y lo abrí en cualquier lado y ahí estaba: Un suicidio en la Misión. El Padre Langus murió hace un par de semanas en Bernal. Tenía 80 años. La comunidad salesiana dijo que fue atropellado por un tren, debido a su problema de sordera, mientras estaba hablando por teléfono con su sobrina. En las primeras informaciones, el maquinista declaró que vio al anciano en actitud de espera frente al paso del tren, que tocó repetidas veces el silbato, y que la persona se arrojó a las vías en el momento en que la máquina pasaba.
Fede Rodríguez