22 de julio de 1929. Julio Bonini vivía en el barrio de Palermo y tenía dos novias: una oficial y otra clandestina. La primera, con la que tendría tres hijos e increíblemente se casaría, se llamaba María Luisa Moneta; la segunda, una telefonista que se había quedado sin trabajo, repudiada por su familia por descarriada, Virginia Donatelli. Ambas mujeres, que sabían la existencia la una de la otra, le repetían hasta el cansancio lo mismo a Julio: ¿ella o yo? Digamos que no moraba precisamente en un palacio del placer. Este hombre de 35 años, chofer de un elegante automóvil Rugby 29, no encontró una salida pacífica para terminar con este embrollo.

Julio buscó a Virginia y le dijo que a pesar de que se amaban, a pesar de lo que sentían en la piel y de que habían vivido juntos un tiempo hermoso, también era verdad que se peleaban mucho, que ya no reían con alegría, y que él quería interrumpir la relación. La discusión subió de tono, empezaron los gritos, las palabras rudas y los insultos. Virginia lo habría atacado con un cuchillo y Julio le dio un martillazo en la cabeza. Momentos después, descubrió horrorizado que la había matado. Llegó a la casa su cuñada. Julio se quería entregar. Ella le dijo que primero llame a su marido. El hermano llegó al lugar de los hechos y convenció a Julio de no ir a la policía. Le repetía para tranquilizarlo que ya no había remedio, que no había forma de devolverle la vida a la muchacha. Iban a necesitar todas las manos y decidieron ayudarlo. ¿No es amor y ayuda lo que esperamos de la familia aunque haya un cadáver entre nosotros? Los tres comenzaron a desmembrar el cuerpo de la joven, envolvieron los pedazos, y en varios viajes de colectivo fueron dejando los miembros por distintos puntos de Buenos Aires.

Al día siguiente, se encontró en los Lagos de Palermo, enrollado en arpillera y atado con alambre de enfardar, un torso de mujer. Buscaron con buzos pero no había nada más en el agua. La policía recorrió la ciudad rastreando las otras partes: primero apareció la cabeza en Puerto Nuevo y, luego, los brazos y las piernas en un canal de una zona despoblada de Palermo.

Los diarios explotaron; el público se obsesionó.

Por el reconocimiento de las huellas dactilares, método que se había estrenado unas décadas atrás en la misma ciudad, dieron con la identidad de la víctima.

La policía investigó el origen de la tela arpillera. El vendedor recordó que le dio unas bolsas, para que no se manche, a un hombre joven que maneja un lujoso Rugby 29 que se había averiado. Solo existían 6 autos de estos en la ciudad. Entrevistaron a los propietarios. El último era el patrón de Julio Bonini.

Sin tener demasiadas pruebas, la policía detuvo al sospechoso. Al comienzo Julio lo negó, pero la culpa lo quebró y escupió todo lo que tenía atravesado en el alma. Contó que quiso dejar a la mujer, el martillazo desafortunado, y la ayuda de su hermano y su cuñada para trozar y repartir el cuerpo.

La sentencia: homicidio simple, 25 años de prisión. Como el descuartizamiento ocurrió con la víctima muerta, no lo consideraron ensañamiento, sino una forma de evadir el castigo. No se aceptó el atenuante de emoción violenta propuesto por la defensa y se dijo que hubo premeditación. A los cómplices les dieron penas menores.

Una vez detenido, Julio recibió miles de cartas de gente que seguía el caso por los periódicos. Le hablaron de Dios, se sintió del bando de los peores pecadores y tuvo una crisis religiosa. Días después, fue bautizado por el cura Miguel de Andrea (personaje relacionado con la Liga Patriótica, entidad responsable del asesinato de los 1500 obreros de la Patagonia Rebelde). Luego, se casó con su novia oficial, María Luisa Moneta. Todo esto quedó documentado con lujo de detalles en los diarios de la época.

La historiadora Silvana Cecarelli cuenta en su libro ¨Prisioneros en el fin del mundo¨ que Bonini estuvo alojado, en compañía de los reclusos más bravos del país, en el terrible y emblemático penal de Ushuaia (esa mole amarilla, cerca del centro de la ciudad, que hoy funciona como museo y sigue acobardando a los más valientes visitantes).

Después de muchos inviernos en los que le fue perdiendo el miedo al frío y a la nieve, Julio cumplió con buena conducta, y sin nuevos accidentes, su condena. En algún momento salió libre y volvió a Buenos Aires con malignas arrugas en el rostro.

Fede Rodríguez

Deja tu comentario