¿Cómo nos habremos conocido, Patricio? Creo que íbamos los dos a la escuela Nro. 8, aunque no sé si éramos del mismo turno. Otra posibilidad es que jugáramos al básquet para distintos equipos y nos hubiéramos cruzado. Río Grande a fines de los 80’s era chico y todo el mundo se tenía más o menos junado.

Nunca nos prestamos demasiada atención ni intentamos ser amigos. Cuando a fines de 1991 te vi en la semana de adaptación de la Misión, no recuerdo ni haberme alegrado. Eras una cara conocida más; un muchacho morocho, alto, robusto y con una sonrisa llena de dientes. Teníamos que pasar una semana entera viviendo en el colegio, en una especie de simulacro de lo que iba a ser el internado.

El primer día el cura dio una charla y despidió a los padres. Nos dijeron cuales serían las siguientes actividades y nos mandaron al comedor. Entre el bullicio de los chicos se escuchó un chiflido, y un instante después el grito del cura que nos paralizó a todos.

¿Quién silbó? – preguntó el salesiano, y vos levantaste la mano. – Andá a los dormitorios y traé tus cosas. Estás expulsado.

20 minutos había durado tu paso por la Misión.

Te pusiste a llorar y a todos se nos partió el alma. ¿Tan fácil era que nos expulsen?

Después del comedor te vimos sentado en la galería con tus bolsos alrededor y los ojos enrojecidos de furia o de reproche. El cura te dejó un largo rato esperando supuestamente a que venga alguien de tu casa a buscarte. Luego dijo que, por única vez, te iba a perdonar. Fuiste una especie de ejemplo y nos quedó claro que no se podía joder ni bajar la guardia en la Misión, aquella escuela llena de ojos que nos perseguían.

Esa semana, a la mañana íbamos a las aulas; a la tarde, al campo. Para varios de los que estábamos ahí, esta sería la rutina de los siguientes cinco años.

El aula la compartimos: era un salón gigante que albergaba 120 escritorios donde estudiábamos y guardábamos nuestros útiles escolares. En el trabajo en el campo nos tocaron secciones distintas: yo fui al matadero de pollos, y vos me parece que te tocó a ganadería.

El olor, los azulejos blancos salpicados de sangre, la olla del asqueroso caldo tibio donde flotaban los pollos después de ser desplumados, y yo con doce años parado al lado, esperando instrucciones. Me dieron un cuchillo y me indicaron que les abra el vientre. Luego tenía que meter la mano, sacar todas las tripas y separarlas buscando la panza, el corazón y el hígado. Los primeros fueron terribles. Cuando finalizó la tarde estaba tan cansado, después de destripar como 100 pollos, que ya no quedaba lugar para el asco.

Sabíamos que en ganadería se trabajaba con caballos pero solo pudieron verlos de lejos. Los llevaron con palas y picos a un camino lleno de pozos y los hacían taparlos. Meta cargar carretillas de tierra y piedras para arreglar la calle.

Me acuerdo que te burlabas de un muchacho que lloraba diciendo que eso no era lo que se hacía en ganadería. Imagino que de verdad lloraba por los callos en las manos, por el dolor en la espalda y en las piernas, porque extrañaba a sus padres, y no por el cambio de contenido de la materia. Tu actitud no fue rara: todos hacíamos más o menos lo mismo en aquellos años brutales llenos de ternura y terror.

Terminamos la semana de adaptación y los dos entramos a la escuela. Afuera quedaron más de un tercio del resto de los chicos.

Los primeros días eran raros: las clases, el miedo, los mayores y el derecho de piso.

Con el correr del tiempo adquirimos confianza. Y vos quizás demasiada. ¿En qué estabas pensando cuando llevaste una revista porno a la escuela? Me acuerdo que alguien me dice y miramos por la ventana y vimos un grupo de chicos empujándose, todos apretados alrededor de algo que estaba sobre un banco. Ese día no me llevé amonestaciones porque no era de tu curso: yo iba a 1ro. B, y vos, al A. Un cura los encontró mirando la revista o alguien los buchoneó, la cosa es que te agarraron. Les pusieron amonestaciones a todos los que la miraron, pero no la misma cantidad a cada uno: variaba según la gravedad del pecado. Los que tuvieron la revista en la mano se llevaron diez; los que la ojearon sin tocarla, dos (algunos aseguran de fue de lejos, que alguien la abrió en el medio de una clase y se las puso delante de los ojos, que ellos ni siquiera querían verla; ninguna disculpa alcanzó).

A vos, Patricio, por supuesto, te expulsaron.

Creo que no habían pasado ni dos meses del comienzo de las clases. No recuerdo si hubo lágrimas ni pedidos desesperados de perdón. No vi nada. Simplemente un día no te vi más.

Semanas después, lo próximo que sabemos de vos es terrible. Un mañana, cuando el cura nos daba los buenos días, sale tu nombre y una historia que en ese momento no pude dimensionar, una historia que con los años me empezó a hacer cada vez más ruido en la cabeza. La noche, el cielo nublado afuera, y tu vieja recorriendo los pasillos de tu casa con un revólver. ¿De dónde sacó el arma? ¿Había armas en tu casa? Tu madre oliendo a cigarrillo caminando con el revólver cargado hacia la última pieza, tu cuarto. ¿Y tu viejo dónde estaba? ¿Estaba muerto? ¿Se había ido de la casa? ¿Estaría bebiendo en algún bar? Una sola vez vi a tu madre; la imagino con un camisón viejo, en una noche helada, recorriendo la casa en silencio, con una mano apretando el fierro y con la otra acomodando tu cabeza, acariciando tu pelo negro ondulado, vos dormido con trece inocentes años y ella que apoya el arma en tu sien y dispara. ¿Cómo habrá sido el buraco que te dejó?

Restos de tu cráneo, masa encefálica, pelos y sangre reventando contra las paredes. ¿Y tu hermano más chico? Nos dijeron que corrió; corrió por el descampado que había atrás de la calle Viedma, en dirección al cono de sombra. ¿Vio lo que hizo tu madre? ¿Sospechó cuando escuchó el disparo que tu vieja te estaba matando y se fugó? Porque el cura dijo que ella salió a buscarlo y que también quería ejecutarlo. Luego, se arrodilló llorando al lado de tu cama, puso el arma en su boca y apretó el gatillo para acompañarte donde quiera que estés.

¿Cuánto pesaba la pena que llevaba en el pecho?

A veces me acuerdo de vos, Patricio, y pienso en todo el horror del fin de tu vida; en el Río Grande de esos años y en todas las historias de violencia; en esta tierra donde siempre nos estamos matando; pienso en esa mañana y en el silencio de todos los chicos cuando el cura terminó de hablarnos.

¿Se habrán abiertos tus ojos antes del disparo o te fuiste sin saber nada del corazón criminal de tu vieja?

Lo más terrible para mí, que me gusta inventar historias, es que de esta historia no inventé nada.

 

Fede Rodriguez

 

 

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