En 2002 Argentina declaró patrimonio cultural el dulce de leche, el asado y la empanada, como los alimentos que se originaron en el país y nos representan. Si bien el dulce de leche está reivindicado también por Uruguay y su origen es controversial, los habitantes de estos lares lo consideramos una bandera. El mate representa un territorio más amplio, ya que es patrimonio cultural del Mercosur y su pariente cercano, el tereré – bebida ancestral de la cultura indígena guaraní o mate frío – fueron declarados patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO en noviembre de 2020.
La Argentina posee un patrimonio gastronómico muy variado que es herencia del creado por los pueblos originarios y enriquecido posteriormente con los aportes de las distintas corrientes inmigratorias. Estos diversos bagajes, en muchos casos, se fusionaron o se adaptaron a los insumos locales, adquiriendo rasgos propios en las distintas regiones del país, que resultan de la combinación de muchos factores culturales y naturales.
La gastronomía se puede convertir en un fuerte marcador identitario y es una gran motivador para atraer el turismo cultural. Algunos países trabajaron fuertemente para posicionar su gastronomía – como México y Perú, por mencionar solo algunos latinoamericanos – que no solo los destaca en el mapa, sino que también les permite expandir su gastronomía fuera de sus fronteras. Sin embargo, las únicas gastronomías declaradas patrimonio inmaterial de la humanidad son la dieta mediterránea y las cocinas tradicionales francesa, japonesa y mexicana.
¿Por qué su estudio y posicionamiento puede ser importante?
Porque el patrimonio gastronómico es muy significativo en cualquier comunidad, está asociado a la subsistencia y a la cohesión social e inscripto en la memoria colectiva. La comida es mucho más que la alimentación. Es el rito del encuentro que fideliza los vínculos sociales y enlaza códigos culturales – resultado de pautas políticas, económicas y hasta religiosas – que le confieren una enorme carga identitaria. Quizás es el patrimonio más cercano a todos los habitantes, aunque muchas veces no se lo reconoce como tal porque, como todo patrimonio, nace sin buscar su patrimonialización y solo adquiere ese estatus cuando se consolida, se lo identifica y legitima socialmente. Es el primero que se recibe y el último que se olvida, porque está asociado a los olores y sabores de la infancia y seguramente, aunque uno migre y/o incorpore otros alimentos, los seguirá añorando.
La gastronomía es un conocimiento complejo que evolucionó junto con las comunidades y es la culminación de un largo proceso de producción que articula ciencia, economía, ecología y cultura. A lo largo de ese camino se establece un gran intercambio entre numerosos actores con sus particulares saberes atesorados a lo largo de distintas generaciones e involucra los diferentes insumos y sus cualidades, como así también las técnicas más adecuadas de procesarlos.
Los beneficios económicos y sociales de esta actividad son innumerables dada la cantidad y diversidad de oficios que participan a lo largo de todo este complejo camino: desde la producción de los insumos, su procesamiento, su conservación, el diseño y la fabricación de utensilios o distintos sistemas de cocción, hasta la vajilla.
Es un patrimonio que poseen todas las comunidades y puede generarse en cualquier estamento social. Su construcción es un lento trabajo que puede originarse por la abundancia de un recurso determinado, el intercambio o la escasez, dando origen a muchos de los platos que hoy son consumidos en todo el mundo. La distribución del alimento dentro de un grupo, no siempre es un tema económico; en algunos casos es cultural y puede privilegiar un segmento social, género o grupo etario que sirve para marcar posiciones dentro del complejo sistema de relaciones.
A lo largo de la historia de la humanidad, la alimentación fue variando su relación con la naturaleza y el hábitat de las comunidades. Con la globalización, la connotación local se desdibuja y, probablemente, aumenta la diversidad de la oferta, con consecuencias poco deseables como el mayor consumo energético, devenido de la necesidad de intercambios o la desaparición de saberes y alimentos locales. Precisamente es la razón por la que es necesario su registro y en algunos casos su rescate, para resguardarlo entre otros patrimonios inmateriales que conforman el calidoscopio cultural de nuestro país.
Por Silvia Fajre, directora de la Maestría de Gestión Turística del Patrimonio y de la Diplomatura Superior de Gestión del Patrimonio, UNTREF