No importa el tamaño del pueblo o de la ciudad patagónica. Aquí todas las noches son especiales, quizás porque el paisaje que alumbran es de una belleza tal que nos alienta la idea de que en su marco no hay tristeza que habite.
Hay algo con las noches patagónicas… Siempre son noches rurales. No importa la cantidad de cemento que tenga la ciudad que te albergue, o cuán grande sea el artificio para transportarte a ese microclima de luces de colores, tragos y música aturdiéndote, que te mete en el centro de una esfera dónde la oscuridad se reinventa con la ilusión de que la vida corre a otro ritmo, ganándole unas horas a esa rutina que se repetirá cuándo todo se apague.
Cuánto más grande sea la apuesta, cuánto más colorida la artimaña, peor será el contraste. Porque en un parpadeo la noche se escapará de esa cápsula y volverá a llenarse de grillos y a perfumarse de humedades, que nos transportarán la nariz al corazón del mar o al fondo mismo de la tierra.
Será de un momento a otro, porque la fuerza de la naturaleza es caprichosa…
Pero allí estará, para desenmascararse y desenmascararnos. Podrá encresparnos la nuca con una brisa salobre o tensarnos la cara con una ráfaga sureña… Hará cualquier cosa que nos saque de esa vanidad que intentábamos habitar, y nos invitará a descalzarnos, para enterrar los pies en musgo o en arena.
Tienen su encanto las noches rurales. Porque jamás terminan mirando un bloque de hormigón para espiar el sol que nace detrás, como lo hacen las noches citadinas, que están empecinadas en marcarnos que la verdad se extiende a lo lejos, donde el horizonte se abre.
Éstas son noches esperanzadoras, que al apagar su última brasa tienen la habilidad de inculcarle al día la moraleja de que todo es posible. Quizá porque a medida que la luz estalla el paisaje que alumbra es de una belleza tal que nos alienta la idea de que en su marco no hay tristeza que habite.
Y son noches que esperan, como nos esperan el tango y algunas lecturas, que a medida que la vida avanza nos revelan mayores matices.
Esperan que se nos escurra el favoritismo por otras noches vibrantes y estruendosas. Porque saben que en cualquier recodo nos reencontrarán, buscando su silencio redondo. O valorando sin solución de continuidad lo que tiempo atrás nos pareció lirismo. Redescubriendo el cielo interminable habitado de lumbre, el aire perfumado del olor de la tierra o la bruma tocándonos como una mano fría…
¿Quién no recuerda un desvelo que llenó de optimismo una noche rural, justo antes de convertirse en día?
Porque en esos momentos en los que el hechizo se acaba, y se vuelven evidentes las ojeras y el maquillaje corrido, es mejor enfrentarse con el despertar de la naturaleza en postales despejadas. De ésas que se añoran cuándo se tienen lejos, y el bullicio se convierte en nuestro centro de vida.
Noches de amplia negrura para que las estrellas brillen con más ganas. Noches de las que se reniega en busca de esas otras de brillos de mentira, pero que nos reciben sin preguntar nada cuándo nos ven volver, para apoyar la frente contra el rumor hipnótico de su viento que silba.
Fuente: La Patagónica