El cuento La deuda fue publicado en la Revista Caleuche #2 (abril, 2016), y está inspirado en las historias que escuchábamos de chicos en el barrio sobre la Ferretería de Don Ilnao.
Hace unos días, José Federico Ilnao, antiguo poblador de Río Grande, falleció.
Que en paz descanse.


La deuda

Está hermosa durmiendo. Espero que algún día me perdone. Debo tranquilizarme. Ya abrí la cartuchera y está todo listo. Codicié esta cartuchera de cuero rojo desde mi niñez; aún antes de saber para qué servía. Si cuento mi historia, quizás me entiendan.

Mi nombre es Pedro Barría. Nací en Río Grande en 1961. La casa de mi familia está en la calle Obligado casi llegando a Thorne. En frente está la ferretería Ilnao. Durante muchos años fue un almacén que tenía una barra donde se juntaban a beber los paisanos. Pese a las advertencias de mi abuela, yo solía visitar el lugar.

Junto al fuego, acompañada por el mate o el vino, mientras veíamos dorarse el pan de papa, mi abuela recordaba con alegría su infancia: historias de una niña que jugaba descalza por las calles de Castro. Las sonrisas terminaban cuando, ya con los ojos húmedos como perro viejo, contaba del Trauco (ese enano fiero sin patas que seduce a las mujeres en los bosques de Chiloé). Mi abuela llegó a la isla en 1940, con mi madre en brazos, fruto de esa unión forzada con el monstruo. Mi madre se casó y tuvo dos hijos: mi hermana y yo. Mi padre, hechizado por alguna bruja, al tiempo nos abandonó. Poco después, mi hermana murió de una enfermedad en los pulmones por estar todo el día tocando el trombón. Mi madre no pudo soportar la pena. Mi abuela decía que era una suerte que Dios se las haya llevado juntas porque se amaban tanto que no podían vivir separadas.

Mi abuela no se cansaba nunca de hablar del Caleuche, de los brujos que lo habitan, de los ahogados que pescan y los obligan trabajar en la bodega del barco, y de la niebla verde que se esparce cuando atraca de noche en un puerto, capaz de fecundar a las mujeres. Y en el barrio, todos saben que Ilnao hizo un pacto con el Caleuche para que su negocio sea próspero.

Yo escuchaba sin dar crédito a tantos embrujos y necedades. Quizás inventaba esas historias para no reconocer que le habían hecho una hija de soltera o que mi padre era un mal nacido que se fue detrás otra pollera, o que simplemente le caía mal Ilnao y no quería que su nieto frecuente lugares donde se bebe.

Una madrugada, escuché ruidos en la calle y vi un carro que se detenía en la puerta de la ferretería. Un grupo de hombres encapuchados comenzaron a descargar unos cajones de madera que chorreaban agua.

A la mañana pasé por la puerta del negocio y había algas sobre el barro de la calle. Entré, recorrí los estantes y encontré algo nuevo que me fascinó. Era una cartuchera roja que contenía pequeños cuchillos, unas herramientas largas y unos tubos.

Yo había cumplido trece años, no creía en esas leyendas de muerte, y nunca tenía más dinero que el suficiente para comprar cigarrillos o golosinas. Ese verano, apadrinado por un amigo de mi abuela, trabajé en esquilas y junté algo de plata. Lo primero que hice fue comprarme esa cartuchera. Mi abuela me dio unos buenos cintazos cuando descubrió que faltaba dinero; imaginó que lo había gastado en bebida y mujeres. La cartuchera roja la escondí. La abría y ponía su contenido sobre la cama y miraba fascinado el brillo metálico de las distintas piezas.

Otra madrugada, me despertó el aullido de un perro y el chillido de decenas de gaviotas. Miré por la ventana. Una niebla muy espesa y de extraño brillo cubría la ciudad. Abrí la ventana y la habitación se llenó de olor a mar y peces muertos.

Pasaron unos meses y conseguí trabajo en una despensa. Esa tarde una noticia agitó al barrio: la señora de Ilnao estaba embarazada. Tanto él como ella, debían tener más de cincuenta años y nunca habían tenido hijos. Una noche brumosa y de marea alta, nació la criatura. Era un bebé sano y fuerte, de piel negra. No es que tuviera rasgos de raza negra. No tenía la boca grande ni la nariz ancha, ni siquiera el pelo ondulado. Era muy parecido de aspecto a su padre, pero la piel era de un tono cercano al negro. También eran negras las palmas de sus manos y de sus pies.

Mi abuela fue a visitar al recién nacido. Quedó impresionada con lo tranquilo que era y la madre le dijo que nunca lloraba. (No me refiero a que lloraba poco; no lloraba y nunca en su vida lloró.) Doña Rosita, una vecina que lo tuvo en brazos, lo besó. Sintió gusto a sal de mar en ese beso.

El niño creció y la familia fue feliz. Sólo tuvieron un par de sustos, relacionados con objetos que aparecían quemados cuando el bebé se quedaba solo, pero nunca llegó a ocurrir ningún incendio.

Cumplí 17 años y mi abuela murió y no lloré cuando la encontré muerta. Parecía que estaba durmiendo. Pasó el entierro y unos días después me convertí en un mar de lágrimas. ¿Quién iba a abrazarme como lo hacía mi querida viejita?

Una de esas noches de luto, yo estaba acodado en la barra de la ferretería bebiendo una bebida turbulenta, dos ovejeros charlaban y el niño negro jugaba con unos autitos en el piso. La puerta se abrió por el viento, entró un vaho marino y vimos la figura de un hombre muy alto. Tenía aspecto de viejo lobo de mar: el pelo largo, un sombrero de tres puntas, las orejas perforadas, y las manos, el cuello y el pecho, cubiertos de tatuajes. Ilnao se asustó. Le acercó una botella de pisco y lo llamó capitán. No escuchaba bien porque susurraban. El capitán mencionó una deuda. Ilnao negó con la cabeza y dijo: “Yo no sabía”. El capitán bramó blasfemias de puertos y tiró al suelo la botella gritando: “¡Las deudas de tu mujer también son tus deudas!”. Acarició la cabeza del niño, sonrió de manera siniestra y se alejó tan rápido como vino.

Los años pasaron, el negocio se deterioraba pero el viejo Ilnao era cada vez más rico. El niño negro seguía creciendo y siempre se lo veía muy afectuoso, rodeado del amor de sus padres, inocente como un cordero.

Una noche, el relinchar de los caballos interrumpió mi sueño. Miré por la ventana y los seres encapuchados bajaban del carro un bote de madera.

Al otro día, Ilnao se fue a juntar róbalos que atrapaba cerca del Cabo Domingo. Llevó a su hijo. La tormenta que hubo esa tarde fue recordada por años. El mar sólo devolvió, en la desnuda playa de gruesa arena, al viejo medio muerto enredado en su red y nunca se encontraron los restos del niño o del bote nuevo.

Una semana después de la tormenta, me casé con María en la capilla de la Misión. Sin éxito intentamos ser padres. Llevamos cinco años casados y ayer ella entró feliz a casa, me abrazó, me besó y me dijo que íbamos a ser padres, que estaba embarazada de dos meses.

No puedo hacerme el ciego. Dos meses atrás vi la tenebrosa niebla, sentí el olor del mar…

Ahora estoy esperando que la droga haga efecto. Le paso alcohol al instrumental que guarda mi querida cartuchera roja.

Amo a María, es todo para mí. Siempre quisimos tener hijos, pero no así.
Hay cosas en la vida que son como piezas de rompecabezas que no entendemos cómo colocarlas, pero de repente encajan y vemos la imagen que estaba oculta.
¿Habrá sido mi madre, cuidándome desde el Cielo, la que me hizo comprar la cartuchera roja que contiene el instrumental para hacer un aborto?
Veo la sangre, mi pulso es firme… Me parece escuchar afuera el sonido de un trombón.
Esta será una cicatriz que vamos a tener juntos.

Fede Rodríguez

PD: Para escribir este cuento me inspiré en las historias que escuchábamos de chicos en el barrio sobre Don Ilnao, un comerciante de quien las malas lenguas decían que había hecho un pacto con la fantasmal embarcación. Hace unos días, el 9 de agosto de 2019, José Federico Ilnao, antiguo poblador de Río Grande, falleció. Leo en un diario que era oriundo de Chiloé; que llegó a la isla en 1952, contando con 10 años de edad; que hace más de 60 años abrió su negocio en la calle Obligado entre Thorne y 25 de mayo. El cuento ¨La deuda¨ fue publicado en el número 2 de la Revista Caleuche (historietas y cuentos de misterio y terror) en el año 2016. Aunque me gusta mucho escribir sobre estas cosas, la verdad, no creo en lo sobrenatural. Un día, a mediados de ese año, había tomado coraje y decidí entrar a la ferretería de Don Ilnao para llevarle de regalo una revista y contarle que había escrito un cuento fantástico utilizando su nombre (el resto de los datos pertenecen a mi imaginación; no me interesaba hablar de él como persona real sino que quería recrear esas historias de miedo que están en la mente de muchos riograndenses). Me habían comentado que era muy simpático y esperaba que mi atrevimiento fuera tomado con humor. Eran como las 5 de la tarde y la calle estaba llena de autos. No encontré ningún lugar cerca y estacioné a una cuadra del negocio. Con la revista en la mano, me acercaba caminando por la vereda de enfrente. En el momento en que voy a cruzar, Don Ilnao salió del local y se quedó parado en la puerta. Levantó la vista y me clavó la mirada. Fueron dos o tres segundo en que me miró fijo. Se me heló la sangre y me acobardé como un niño. Retrocedí y me quedé en la vereda de enfrente mientras me seguía mirando. Di toda la vuelta a la manzana y subí de nuevo a mi auto. De lejos vi que seguía parado en la puerta. Arranqué, avancé por Obligado, y tuve la sensación que todo el tiempo siguió el auto con la vista.

Ilustración: Maximiliano López


El artículo fue editado luego de su publicación original

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