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Romina Gaona (1981). Es docente y periodista en la ciudad de Río Grande. Nació en Corrientes, se crió en la zona sur del Gran Buenos Aires, y llegó a Tierra del Fuego hace quince años, desde Córdoba.  Actualmente vive en el barrio CAP, cerca de una casa que sus padres alquilaron en 1983, la primera vez que estuvieron en la isla.

La casa de los abuelos

De Romina Gaona

Había salido dos horas antes del laburo. Si llegaba a agarrar el C podía ir, aunque fuera un rato… Las 17:40, no se hable más. Caminó hacia el Centro de Transferencia, donde según el sitio web, en 20 minutos pasaba un colectivo hacia la Margen Sur de la ciudad.

Percibió el olor a pucho que se le había pegado otra vez en la parca cuando los compañeros fumaban adentro de la oficina. Era la época del año en la que todos presentaban certificados: gripes, resfríos, alergias, alguna reumatoidea. Además las urgencias, y todos con problemas. Los compañeros en cambio, parecían inmunizados contra la empatía. Casi tenía 30, y esa no era su vocación -si hay alguien que puede tener por vocación llenar formularios con la descripción de enfermedades ajenas- pero el trabajo pagaba las cuentas.

Mediaba abril, y en Río Grande el otoño, llegaba como casi todo, en el viento. El aire le heló la nariz, y se fue entibiando hasta llegarle al pecho. Las 6 de la tarde, y ya era de noche en más de la mitad del cielo. Además esa mañana, la escarcha le había recordado a purpurina blanca esparcida en la vereda.

Llegó el C hacia Margen Sur. Confirmó que fuera el coche correcto, y subió. Los 19,90 se descontaron de la SUBE. Del centro, por la San Martín, pasando la costanera con el Atlántico de fondo, hasta el barrio AGP. “Es el barrio dónde viven los viejos con plata… y nosotros”, decía siempre el abuelo. Argentino se llamaba, para que no quedaran dudas. El y Juana, habían nacido en Corrientes, pero se habían quedado en el sur, desde un temporada de esquila.

La casa que tenían parecía de vainilla y chocolate. A Guille le encantaba eso desde siempre. Las ventanas color roble oscuro eran, en verdad de lenga, la madera fueguina por excelencia. La casa, recubierta con siding pintada de un amarillo mezclado con caramelo. Afuera el aroma de los lupinos, y el del horno incontenible, salía no más abrir la puerta. Guillermina entró sin tocar, sabía que estaba abierto. Costumbre de todos los viejos que vivían en Grande desde antes de los 90.

-¡Qué justo! Tu abuelo acaba de sacar las chipas.
La abuela la recibió, la abrazó –le dije a pa, que ibas a venir hoy- dijo triunfante.
La cara la delató, y mientras Juana aflojaba el abrazo, dijo: mmm, qué pasó.
-Lo de siempre. Ese laburo minado de energúmenos. Y la gente que siempre quiere todo ya…
-Pero, eso es así corazón. Y no lo va a cambiar nada…

Se sentaron en la mesita cuadrada. La abuela le pasó el tazón azul lleno hasta el borde de mate cocido con leche. El abuelo estaba en su silla con antebrazos, leyendo un cuento de Fontanarrosa, y como siempre de tanto en tanto, comentaba alguno de los chistes que le provocaban una carcajada.

–¿Y porqué sabías que iba a venir hoy? Salí temprano de casualidad, porque me peleé con el gil de Leo-. Preguntó Guille mientras mojaba en el mate cocido hiper azucarado la chipa todavía calentita.
-Solés venir cuando estás así, supongo que te hace bien.
Y era cierto, solo ver en la esquina la cabañita de dos pisos, su jardincito, y el portón de puro de adorno seguido por el camino de piedritas que el abuelo mantenía limpias de barro y yuyitos, ya le bajaba los niveles de ansiedad. Pero nunca se lo había dicho a la abuela.

–¿Cómo vas con el tejido?¿terminaste el gorrito con orejas de gatito?- preguntó Juana.
-Los puntos me salen fácil, la verdad. Cambié las agujas como me dijiste, y ya no aprieto tanto la lana. Pero sí, me falta más prolijidad, las terminaciones me quedan raras todavía.

La abuela sonrió de nuevo. Era una viejita preciosa, con ojitos redondos y negros.
-Eso es práctica no más. Y después vas encontrando tus propios truquitos. Pero seguís tejiendo, eso es lo bueno.

Ningún logro infundía satisfacción como la aprobación de la abuela. Siempre notaba lo positivo de las situaciones más insignificantes. Era un optimismo sencillo pero poderoso, diferente del que prescriben los textos de autoayuda.

Anocheció cuando el mate cocido terminó de enfriarse. El abuelo dejó el libro para contarles ese mismo chiste, una vez más. Los tres rieron al final.

Esto es ser feliz…

De pronto una sensación, como cuando se le derretía del todo en la boca su caramelo favorito. Ese suspiro al final de un día en el campo, satisfactorio y pesaroso a la vez.
-Se te va a hacer tarde Guille- dijo el abuelo sonriendo, mientras le golpeteaba con el índice la punta de la nariz, algo que hacía desde que ella tenía memoria.
El reloj, marcando las 20 horas, le daba la razón. Era un viaje de casi una hora en el colectivo A hasta Chacra XIII, para llegar a casa.
-Dale, que vas a llegar tarde al trabajo -coincidió la abuela, mientras la miraba divertida como si Guille tuviera 4 años y le explicara alguna teoría de cómo los perfumes, se hacían con agua y jabón.

Entendió todo. Y mientras se iban, empezó a sonar el celular con la alarma de las 7 a.m. Sin abrir si quiera los ojos pensó, “Es verdad, siempre que tengo un mal día, termino en casa de los abuelos”.

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