Agosto viene a Tierra del Fuego con viento, frío, nieve, heladas, talleres abiertos en horarios impensados y ruidos de motores que esperan asentarse antes de la largada.
A los fueguinos nos definen muchas cosas, tenemos una serie de marcas indelebles que nos representan donde quiera que vayamos: el Fin del Mundo, la industria electrónica, el cerro Castor y El Gran Premio de la Hermandad, claro.
Hace mucho calor. Es pleno verano en Quillota, región de Valparaíso, Chile. Las puertas se abren como quien ha sido vecino toda la vida. Con la misma sonrisa de hace 30 años se asoma Ricardo Anders, campeón del GPH en 1984 y quien ha abandonado las frías tierras porvenireñas después de décadas de trabajo en el frigorífico local.

En la mesa no faltan el asado, ni el vino, ni el pisco, ni las fotos del portentoso Toyota Starlet, un auto que se ha convertido en una tradición en sí misma dentro de la carrera con más pertenencia alrededor del mundo. Anders desempolva imágenes y es inevitable reconocer a los protagonistas: Paco Puget, Juan Maslov, Nicolás “China” Senkovic, Eduardo Carletti, Jorge Recalde, “Jackie” Finocchio y tantos otros que, 46 ediciones después, siguen arraigados al desarrollo de la competencia.

Viejas ediciones de diarios y revistas se despliegan para darle paso a la nostalgia. Las anécdotas se repiten varias veces a lo largo de la tarde pero nunca aburren. En las historias nos reconocemos.
Nos vemos de niños -calzando botas de goma y exageradamente abrigados- mientras los adultos montan las parrillas y se arma una especie de campamento que durará algunas horas.
Nos reconocemos en los adolescentes que esperan ansiosos cumplir la mayoría de edad que les permita manejar un auto y, por qué no, en algún momento comandar uno de esos que recorren el tradicional trazado.
Nos observamos en los adultos: madres, padres, hermanos, novias, esposas, eventualmente algún marido, hijos, que siguen con la atención de un cirujano el paso de las máquinas por los diferentes puestos de transmisión.

“Coche a la vista”, repiten en la radio cada tanto. El pulso se acelera. El corazón golpea el pecho con furia. Las manos transpiran. El alivio llega cuando se escucha el número esperado. El proceso se repite durante los poco más de 400 kilómetros que unen Río Grande y Porvenir.
Hasta el mismísimo día del inicio de la competencia no se sabrá a ciencia cierta cómo estarán los caminos. Las cuatro estaciones reinantes pueden aparecer durante la misma jornada y complicarlo todo. Los auxilios cargan cubiertas con clavos, con tacos, bidones de combustible, aceites, agua, herramientas, repuestos y una enorme cantidad de entusiasmo.
La noche será larga para algunos equipos en la primera ciudad de llegada. Hay que trabajar a fondo, meter mano y reparar lo que haga falta para largar mañana. Como sea. Repiten como un mantra “el objetivo es dar la vuelta”, aunque en lo más profundo de sus entrañas ningún binomio se conforma con eso. Quieren ser protagonistas de los relatos que escucharon tantas veces.
El Gran Premio de la Hermandad es inexplicable. Surgió de una semilla plantada en una reunión después de una de las tantas carreras que unía a pilotos de ambos lados de la frontera. Y era eso lo que querían derribar, la línea imaginaria que separa a los pueblos. La fecha elegida no fue casual. Si había que hermanar qué mejor que rendirle homenaje a los padres de la patria. El fallecimiento del General don José de San Martín y el natalicio de don Bernardo O’higgins reunirían desde entonces a los hombres y mujeres de la Isla Grande.
Aun cuando los conflictos en las grandes esferas se hicieron presentes en el territorio, jamás si quiera se planteó la idea de suspender la competencia. La Hermandad es la carrera que nunca se detuvo pues el mensaje era más grande que la belicosidad de los eventos.
No se ve. Derecha de uno y medio. Fondo más. Quinientos. Prolijo sale. Sube fondo. La hoja de ruta que llegó de la mano de Jorge Recalde, el gran campeón de rally que circuló en los caminos más inhóspitos y que hizo del GPH un evento tan suyo como el acento cordobés. Hasta entonces la hoja no era un elemento que significara demasiada importancia. No se usaba o se usaba poco, pero encima del Renault 18, Martín Christi produjo la magia que lo cambió todo.

Y muchas cosas cambiaron. Los autos ya no están preparados de manera rudimentaria, ya nadie se lanza sin haber transitado la ruta varias veces para chequear el trazado, las medidas de seguridad son mejores y más modernas, los equipos de comunicación se perfeccionaron y varias veces hubo que modificar los reglamentos.
Pero hay algo ahí, en la raíz de la carrera que está intacto. Se sostiene cada año, sin importar lo que pase afuera. Se mantiene indemne y no hay tecnología que lo corrompa. El Gran Premio de la Hermandad tiene pasión, amor, encuentro, solidaridad y, por sobre todas las cosas una historia que nunca se termina de contar.
María Fernanda Rossi
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