A los fueguinos nacidos y criados o a los venidos y quedados de la segunda mitad del siglo XX, nos une un personaje que se inmortalizó en todos los corazones. Gringo, grandote, bonachón, simple y amable. Siempre con una sonrisa en su rostro gastado por el viento de la estepa fueguina, así fue José Zink hasta el último de sus días.

Sus padres, inmigrantes alemanes, llegaron a nuestro país promediando la primera década del 1900. Nació en La Pampa cuando corría el año 1923 y fue el penúltimo hijo de una populosa prole de doce hermanos. Pasó su infancia y los primeros años de la adolescencia en un ámbito campero y con 12 años fue enviado a estudiar a un colegio de General Acha, donde comenzó a desarrollar su gusto por la docencia.

Luego de formarse en distintas instituciones salesianas, finalmente se ordenó sacerdote en 1952. La pasión por la vida eclesiástica se despertó en él desde muy chico, cuando vio por primera vez a un cura jugando a la pelota con unos muchachos en el patio de aquel primer colegio.

En marzo de 1956 vino a Río Grande para reemplazar por unos meses a un sacerdote de Misiones que había caído gravemente enfermo. Por suerte, su estadía fue algo más extensa y esos meses se convirtieron en 48 años, sólo interrumpidos por un breve lapso en que fue destinado a Ushuaia junto con el padre Ticó.

El día en que llegó a Río Grande, luego de seis horas de vuelo, su avión aterrizó en una humilde estación aeronáutica. En esos tiempos todavía no había aeropuerto en la ciudad. El viaje lo compartió con un estudiante de la Misión que volvía a la isla. Al bajar del avión, la primera impresión fue de desolación: el paisaje era sumamente hostil y no dejaba nada a la imaginación. Entonces preguntó “¿Dónde está el pueblo?”, a lo que el estudiante respondió “¡Ahí, padre!”. Eran unas pocas casas desperdigadas en la llanura.

Pasaron los años y los lazos con los fueguinos fueron cada vez más fuertes. Llegaron empresas extranjeras a trabajar con el petróleo; promulgaron las leyes de promoción industrial; la ciudad crecía y lejos fue quedando ese caserío que lo recibió la primera vez.

La década del ’80 lo encontró en Ushuaia, donde vivió de cerca el conflicto de Malvinas. Junto a Ticó recibieron a los heridos por el hundimiento del ARA General Belgrano. Incluso llegó a embarcarse en una pequeña balsa para ayudar en el rescate. El padre Zink recordaba con mucha tristeza aquel día y esa larga noche donde los muchachos llegaban, algunos en estado crítico, sin entender muy bien qué les había ocurrido.

Unos años antes, cuando Argentina se preparaba para la guerra con Chile, la Misión Salesiana sirvió como albergue para varias dotaciones de las FFAA. La noche previa al despliegue de tropas, un ex alumno del colegio, que estaba a cargo de una división de anfibios, le solicitó al padre que confesara a sus subalternos, como última preparación para un combate, que por suerte nunca ocurrió.

En la década final del siglo XX nuestro cura todavía era docente, y parte de su día transcurría montado a caballo. La Princesa, el Indio, el Pinta, el Gringo… Nunca faltó algún amigo de campo que le obsequiara un buen animal de trabajo. Para ir a la ciudad o a las estancias para visitar algún paisano, dar una misa o algún convite especial, contaba con un vehículo donado por estancieros de la zona.

Por esos años el intendente de la ciudad, respondiendo a la demanda de los vecinos, declaró a José Zink como “Ciudadano Ilustre”.

El nuevo milenio encontró al Cura Gaucho activo como siempre y ante un llamado a su servicio pastoral fue sorprendido por la tragedia. En una maniobra confusa, su camioneta Land Rover impactó contra un camión, y comenzó su viaje a la inmortalidad. El 3 de julio de 2004, con 81 jóvenes años, falleció José Zink y entristeció a una comunidad que lo tenía como referente de bondad y buena predisposición.

Todos los que lo conocimos llevaremos en nuestro corazones el recuerdo de ese cura que vino por unos meses y se quedó para siempre con nosotros.

 

Esteban Rodríguez
Docente e historiador

Este texto pertenece al libro Zink City: El oro de Popper y otros misterios de espanto.

 

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